+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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11 de enero de 2020

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Bautismo de Jesús, en el río Jordán, por parte de Juan Bautista, entre otras significaciones, indica el inicio de lo que llamamos su vida pública. Jesús tiene ya treinta años. Hasta ahora ha vivido una vida socialmente humilde, callada y anónima, como un judío observante y fiel a la Ley de Moisés. Ha sido circuncidado, pero no bautizado. Para los hombres judíos, la circuncisión era un rito imprescindible para entrar a formar parte del pueblo de Israel, del pueblo elegido por Dios. El bautismo de Juan, al que Jesús se somete por propia decisión, era un bautismo de arrepentimiento de los pecados y de conversión a Dios. Jesús se puso en la fila de los que querían ser bautizados, como un judío más, y se dejó bautizar por Juan. 

San Mateo nos describe la grandeza de todo lo que sucedió en ese momento. Cuando Jesús sale de las aguas, se produce una hermosa Teofanía, es decir, una decisiva presentación de Dios como Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se abren los cielos y el Espíritu Santo desciende sobre Jesús en forma de paloma. Es el mismo Espíritu que, tras el sacrificio de la cruz y su victoria sobre la muerte, el Señor derramará sobre nosotros. Jesús es ungido en su humanidad para, después, él poder ungir con el aceite del consuelo y de la misericordia a la humanidad herida por el pecado. La paloma que desciende simboliza el amor de Dios. Jesús ya lo posee en plenitud porque es Dios. Dios es amor. Pero allí se nos está diciendo que el amor de Dios, a través de la humanidad de Jesús y por obra de su obediencia, se da a los hombres sin medida. Y es, entonces, cuando se oye la voz de Dios Padre manifestando su misericordia y revelando quién es Jesús y cuál es su misión: “Este es mi Hijo amado, mi predilecto” (Mt. 3, 17). En este pasaje del Evangelio vemos a la Santísima Trinidad en pleno: el Padre que habla, el Hijo hecho Hombre que sale del agua bautizado y el Espíritu Santo que, aleteando cual paloma, se posa sobre Jesús.

La mayoría de nosotros fuimos bautizados a los pocos días de nacer. Nos bautizaron en el bautismo de Jesús, siendo fieles a la fe y a la tradición cristiana secular. Ante esta realidad, en la mayoría de los cristianos, es importante acentuar la importancia y el significado personal y cristiano de la renovación de las promesas del bautismo, como una opción de agradecimiento al don recibido, que nos incorporó a la Iglesia, a la familia de los hijos de Dios, a la vez que afirmación de querer vivir la vida cristiana en consecuencia con la fe profesada. El bautismo, aceptado conscientemente después en nuestra vida, es como un compromiso personal y libre de vivir coherentemente el compromiso bautismal.

Jesús de Nazaret fue “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, y pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”. Cuando fue bautizado por Juan, Dios le llamó su “Hijo amado, su predilecto”. Cuando nosotros somos bautizados, somos bautizados en el Espíritu de Jesús y Dios nos considera sus hijos. ¿Cómo debe manifestarse en nosotros el Espíritu de Jesús? Evidentemente, haciendo el bien e intentando curar, en la medida de nuestras posibilidades, a las personas que se hallen esclavizadas por algún mal. En la primera lectura, el profeta Isaías nos dice que “el siervo de Yahvé” traerá el derecho y la justicia a los pueblos, abrirá los ojos de los ciegos, liberará a los cautivos y a los que habitan en las tinieblas. Todo esto lo hará con mansedumbre y con fortaleza. Este debe ser nuestro programa, como personas que hemos sido bautizados en el Espíritu de Cristo: ayudar siempre a los demás, empezando por los más desfavorecidos, actuando siempre con amor y fortaleza cristiana. Pues para esto fuimos bautizados en el Espíritu de Cristo.