+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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6 de enero de 2007
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Se acabaron ya las fiestas navideñas. Van desapareciendo las estrellas luminosas de las calles y de los escaparates. Vuelven las frías mañanas a poblarse de estudiantes camino de sus clases. Siguen los mendigos en las calles. Los dispendios navideños y de fin de año hacen más empinada para muchos la “cuesta de Enero”.
Han pasado más de veinte siglos desde el nacimiento de Jesús en Belén. El tiempo y el arte han puesto colorido y poesía a una realidad que históricamente fue mucho más cruda. No es lo mismo ver un niño de escayola en un pesebre de nuestros belenes que ver dar a luz a una joven madre bajo un puente o en una gruta. Junto al canto de los ángeles, hubo gritos de violencia y corrió sangre de inocentes. Pero ése fue el realismo de la encarnación .
También para Jesús pasó la edad de la inexperiencia, de ver el mundo por los ojos de otro; pasó la edad en que los sueños superan la realidad. Pasó su primera juventud y ha llegado la hora de la madurez y de tomar decisiones que implican la vida entera. Es la hora de empezar a vivir a campo abierto y a realizar la misión que Dios le había confiado. Por eso, se cierra el ciclo navideño con la fiesta del bautismo de Jesús en el Jordán .
Juan el bautista llevaba tiempo ya bautizando, abriendo caminos y preparando corazones. Jesús no conoció el pecado, pero solidario hasta el fondo de la condición humana bajó a las aguas como subiría más tarde a la cruz haciendo suyas nuestras limitaciones y pecados. Así nos ofrecería gracia y salvación. El bautismo fue para Jesús como un soltar amarras y dejar su vida en manos del Espíritu.
El bautismo de Jesús nos invita a pensar en nuestro propio bautismo: En los inicios de la Iglesia se administraba generalmente a personas adultas, capaces de entender y vivir lo que hacían. Iba precedido de un largo e intenso catecumenado. Se celebraba en la noche de Pascua con participación de toda la comunidad. Era el ingreso gozoso en la familia eclesial, y toda la familia acogía festivamente al nuevo hermano en la fe. No era un acto puntual, marcaba un estado de vida. Luego, al generalizarse las familias cristianas, empezó a conferirse al poco tiempo del nacimiento. Se expresaba así, de manera legítima, que el amor de Dios Padre, como el de nuestros padres terrenos, se adelanta a nuestras decisiones. Pero Dios, que nos ha hecho libres, quiere le respondamos libremente. De alguna manera el bautismo está incompleto hasta que el bautizado confiesa su fe, es confirmado con un nuevo don del Espíritu en esa misma fe. El bautismo es una semilla, el inicio de un proceso que ha de acabar en opción libre y responsable, en un nuevo estilo de vida. El nacimiento reclama el crecimiento. No vale bautizar a un niño, como si se cumpliera una norma social, para desentendernos luego de crear el clima, el acompañamiento y la formación necesaria que permitan la confesión de fe adulta. Sólo así el cristiano, el ungido, podrá sentirse participe de la misión misma de Cristo, miembro vivo de la Iglesia.
Dice Jesús, después de su bautismo: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ha ungido; me ha enviado a llevar la Buena Nueva a los pobres, a los afligidos el consuelo, la liberación a los oprimidos”. Son las palabras que cada bautizado tendría que hacer suyas en el corazón y en la vida .Y dejar que resonaran , como dichas para él, aquéllas otras, tan dulces y exigentes, que resuenan en el bautismo de Jesús, puestas en labios del Padre: “Tú eres mi hijo, en ti me complazco”. Hay que redescubrir la sorprendente novedad que es Jesucristo, redescubriendo a la vez lo que significa nuestra condición de bautizados.
“Pasó haciendo el bien”, dice de Jesús el Nuevo Testamento. Ése debería ser el estilo de los bautizados y la manera de hacerse presente, por medio de nosotros, la Iglesia en el mundo: Sin grandes señales de poder , sólo poniendo amor donde haya odio, paz donde haya violencia, esperanza donde miedo y tristeza:
Pasar simplemente haciendo el bien. Nada más y nada menos.