Carmen Jiménez Tejada
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20 de abril de 2025
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¡Verdaderamente ha resucitado el Señor! Esta es la primera confesión de fe. Este el primer paso que dan los discípulos para empezar a ser cristianos: no solo oyentes de Jesús, sino cristianos, partícipes de su vida. Es el choque con un acontecimiento real que los trasformó.
¡Cristo vivo y resucitado está presente en medio de nosotros! Este fue el primer credo, las primeras albricias cristiana, el primer júbilo de la Iglesia.
Imagino la cara de sorpresa que tendrían María Magdalena, Pedro y Juan al descubrir la tumba vacía. Para poder “entrar en el misterio” de la Resurrección de Cristo se requiere capacidad de asombro. Y creo que la hemos perdido. El asombro puede ser una de las experiencias más satisfactorias que podemos vivir; nos regala segundos de felicidad y nos lleva a una intensa emoción. Es curioso que nadie se preguntó cómo había sucedido; solo se centraron en lo que sucedió. Y la realidad era que estaba muerto y sepultado, y al tercer día resucitó. Proclamar esta verdad es lo importante.
Volver a Galilea, volver a sentir el encuentro primero que nos trasformó; esta es la invitación del Resucitado. Recuperar en nosotros la esperanza que renueva la vida y que ilumina nuestro corazón. Ese es el reto.
Todavía recuerdo con emoción como en la plaza del Cabezuelo, en Bogarra, esperábamos con ansia la llegada del resucita. En el pueblo había la costumbre de que, la noche del sábado de Gloria, los quintos, tras la vigilia pascual, “raptaban” la imagen de un niño Jesús resucitado -al que llamaban resucita, y la llevaban a todas las pedanías y aldeas proclamando a gritos la noticia de la Resurrección de Jesús. Toda la noche iba de aldea en aldea, y lo traían decorado con plantas del campo, romero y flores. Toda la comarca disfrutaba de la visita del Resucita y lo esperaban con anhelo en su casa.
Este gesto tan lleno de significado, es una invitación a llevar al Resucitado con asombro hasta el último rincón y proclamar que ¡Cristo ha resucitado!