José Sarrio Alarcón, sacerdote adscrito a Peñas de San Pedro y al Sahuco.
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3 de julio de 2021
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Comienzo esta reflexión evangélica con el texto de Mc. 6,4. “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Jesús en su tarea profética de llevar la buena noticia del Reino de Dios llega a Nazaret, donde creció, y entra en la sinagoga, era sábado, fiesta de los judíos, aunque no compartía el rigorismo formalista de los doctores y fariseos, es momento y lugar para anunciar el Reino. Con todo, ridiculizan a Jesús de Nazaret, porque conocen y saben quién es su familia “¿No es este el hijo del carpintero y de María?”, desconocen su identidad de hijo de Dios, lo rechazan y no puede hacer ningún signo del Reino, porque les falta la fe. La misión profética lleva consigo la exclusión, la incredulidad, la persecución y la muerte martirial. El profetismo, tanto en el Antiguo Testamento, como en el Nuevo Testamento se fundamenta en dos pilares esenciales: El anuncio de una Buena Noticia que abre al pueblo sencillo a la esperanza de algo mejor; y la denuncia a los gobernantes y poderosos, así como a las estructuras de pecado sacerdotal y levítica, desde actitudes y comportamientos contrarios a la Ley de Dios “amar a Dios y al prójimo”. Denuncian las injusticias, abusos, corrupciones, explotación y el enriquecimiento a costa de los demás, los pobres, las viudas, los huérfanos, etc. Y como esto no gusta viene la persecución, la cárcel o la muerte martirial.
Los bautizados, que son la Iglesia, por el bautismo participamos de la dimensión de Cristo resucitado como profeta, llamados a ser testigos de Cristo y a anunciar con palabras y obras el reino de Dios que se hace “ya” presente. La Iglesia como Pueblo de Dios y Sacramento de Salvación participa de la tarea que nos ha dejado Jesús de Nazaret: ser testigos de su resurrección. La perícopa evangélica nos dice que Jesús en Nazaret “no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos”. Y esto encomienda a la Iglesia: anunciar la buena noticia y curar enfermos. Estos dos signos son la expresión profética y mesiánica de Jesús de Nazaret. “Jesús se extrañó de su falta de fe”.
Estamos en un mundo, una sociedad, donde la fe no importa pues estamos saciados de hedonismo, materialismo, secularismo y pérdida de la fe, pero la Iglesia tiene una gran misión de llenar al hombre de hoy de ilusión, de esperanza y de amor fraterno. La Iglesia debe discernir para ver su lugar, junto a los pobres, enfermos, excluidos, etc. El papa Francisco es un referente: quiero una iglesia pobre y para los pobres; cada gesto del creyente hacia el otro en esa dimensión mesiánica y profética acerca al hombre a Cristo, el gran Libertador y en este tiempo de sufrimiento por la pandemia hemos de presentar a Jesús de Nazaret como fuente de salud, del cuerpo y del espíritu, una sanación integral.
Con anunciar el evangelio y sanar o curar estamos en una Iglesia en camino, en salida y en sinodalidad como una exigencia para la nueva evangelización.
José Sarrio Alarcón, sacerdote adscrito a Peñas de San Pedro y al Sahuco.