Manuel de Diego Martín
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3 de octubre de 2015
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Hace unos días leíamos en el Evangelio cómo Jesús preguntaba lo que la gente decía del Él. Unos decían que era Juan Bautista, otros que Elías. Otros afirmaban que era alguno de los grandes Profetas. Y cuando la pregunta se vuelve a los discípulos mismos, vosotros ¿quién decís que soy Yo? Es Pedro el que le responde sin dudar, dando en la diana: “Tú eres el Mesías”.
Jesús les insiste que no lo digan a nadie. La razón es muy sencilla. En el imaginario del pueblo judío la figura del Mesías, se traducía por ese gran personaje que va a llegar para romper el poder del imperio romano devolviendo al pueblo judío la libertad. Y mira por dónde, ese Mesías que hablaba con la autoridad más grande, que hacía milagros tales como resucitar muertos, a ese Mesías a quien los vientos y las olas del mar le obedecían, un día le toca morir ante el desprecio y la burla de muchos. Muere crucificado. Pero su Resurrección puso las cosas en su sitio. Ahora el Mesías ha sido constituido como Señor de cielos y tierra
Jesús antes de la Ascensión reúne a los doce Apóstoles para enviarles al mundo entero y decirles que hicieran discípulos suyos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con el encargo de enseñarles todo aquello que de Él habían aprendido.
Y hoy ¿qué encontramos? Pues que de Jesús mucha gente no sabe, no contesta. Algunos arrastrados por un secularismo excluyente o por un fundamentalismo radical quisieran arrancar toda huella de Jesús. Unos se dedican a quitar cruces, a destruir iglesias, a impedir que haya escuelas en las que se enseñe las cosas de Jesús. Otros, más bestias, torturan y matan a todos aquellos que se digan sus discípulos. Estamos ante la dolorosa paradoja, que en muchas naciones en las que el cristianismo prendió en los primeros siglos, está a punto de ser liquidado para siempre.
Pero mira por dónde, el mensaje de Jesús que dice: “Id a todos los pueblos” se está cumpliendo con la visita del Papa a la Sede de las Naciones Unidas y por vez primera al Congreso de los Estados Unidos. ¡Qué hermoso ver al Papa Francisco hablando en la Sede de las Naciones Unidas! El Papa, es decir “el dulce Cristo en la tierra” en palabras de Santa Catalina de Siena, presentó ante a los grandes del mundo el más puro evangelio. Un sí a la vida, la vida desde sus comienzos, un no a la pena de muerte. Un no a esa gente que no defiende la familia tal como el Creador la ha querido. No a la venta de armamentos que traen la guerra. No al abuso de la Creación, pues desde el principio se dijo dominad la tierra para hacerla crecer no para destruirla. El Papa ha hablado de que existe una ley natural, unos principios establecidos por el Creador. En una palabra nos ha dicho todo que Dios quiere para la Humanidad. Casi le ha faltado decir las mismas palabras de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. El que me sigue no anda en tinieblas”.
Frente al secularismo, frente al indiferentismo y pasotismo universal ante Jesús, qué consolador poder ver al Papa, es decir, al dulce a Jesús en la tierra, repitiendo lo que decía hace dos mil años por los campos de Galilea y Judea.