Fco. Javier Avilés Jiménez
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9 de noviembre de 2013
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En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo. [Benedicto XVI, Porta Fidei 10]
No ceja Benedicto XVI en su empeño porque atisbemos la plenitud del acto de fe: asentimiento y contenidos, sentimientos y doctrina, corazón y profesión formal y pública. Insiste con razón el papa pues es fácil quedarse sólo con una parte y desvirtuar el todo que la fe es, un todo como la vida misma y la persona que la vive. Lo que sentimos y aceptamos viene de Dios, por eso es don. Pero al recibirlo nos hacemos personas nuevas con ese don. Pues sus consecuencias alcanzan todas las dimensiones de la vida.
Por eso el don va acompañado de la humana libertad de aceptarlo y vivirlo en todos sus extremos. Al recordarnos esta inseparable circularidad entre lo que creemos y como lo vivimos, el Año de la Fe está sugiriendo que renovemos nuestro seguimiento de Jesús, nuestra participación en la Iglesia, y por lo tanto, nuestro compromiso decidido por hacer más justo y solidario el mundo en el que hemos de vivir la fe y que hemos de transformar con la fuerza de esa fe. Decir que la fe es un don no nos exime pues de la acción. Y actuar con libertad y coherencia para vivir la fe no puede empañar nunca que su origen e intención están en Dios, son de Dios.