+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
|
20 de octubre de 2007
|
156
Visitas: 156
En este domingo celebramos el DOMUND: El domingo destinado a reavivar la conciencia misionera de la Iglesia, de todos sus miembros.
El lema que enmarca la campaña -“Dichosos los que creen”- no podía ser más estimulante. Tener fe es un don que nunca agradeceremos suficientemente, que necesitaríamos compartir como se comparte una alegría que no puede callarse.
La misión no es una obra meramente filantrópica y social, fruto de una sensibilidad solidaria o de unos buenos sentimientos. Arranca de las entrañas del Dios que es amor, que quiere hacernos partícipes de su amor. Un amor que se nos ha revelado y nos ha sido dado en Jesús para dar vida al mundo: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él “(1 Jn. 4,9)
Jesús, que fue el primer misionero, confió a los discípulos, después de su resurrección, el encargo de difundir el anuncio de este amor a todos los pueblos con la fuerza y el ardor del Espíritu Santo: “Como el Padre me envió, así os envío yo”. Palabras que tendrían que volver a resonar en este domingo con acento personal en el corazón de cada diocesano.
La misión nace del amor, tiene como objetivo dar a conocer y hacer presente el amor de Dios, se lleva adelante con la fuerza del amor. El amor es el alma de la misión.
Muchos hombres tienen hambre de pan y, también, hambre de Dios. Y siempre tenemos el riesgo de convertir este binomio en duelo de oposición, como si fueran separables: ¿Promoción o evangelización?. La Iglesia sabe que la mayor riqueza que puede ofrecer a los hombres es Jesucristo, su persona, su reino, sus promesas. Pero sabe que esto abarca al hombre entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia. Podemos primar el hambre de Dios con tal empeño que, a nada que nos descuidemos, acabemos entendiendo la acción misionera como proclamación de la salvación eterna, sin proyección y repercusión sobre esta tierra de nuestros dolores. Y viceversa, que acuciados por el problema pavoroso del hambre, que padecen tantos hermanos nuestros, olvidemos que el hombre tiene también necesidades de sentido, de esperanza, de salvación plena, de Dios en definitiva. No separemos lo que Dios ha unido.
Esto lo realizan admirablemente los misioneros con una entrega y amor sin medida, conscientes de que el Reino de Dios, que es gracia, implica también la manifestación radiante de su amor y de su misericordia.. Los misioneros son millones en todo el mundo. Sólo de vez en cuando sus gestas saltan a los medios de comunicación: Un día, porque la persecución o el martirio los hace acreedores de la admiración; otro día, tal vez porque nos hemos encontrado con un expresivo reportaje que nos presenta la abnegación y entrega de sus vidas silenciosas a favor de los más pobres. Comentaba un brillante articulista, frente a algunos escándalos sórdidos y siempre lamentables, alardeados con profusión en los medios de comunicación, que si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros no habría papel suficiente en el mundo.
Esta epopeya hermosa, que dignifica a la humanidad y la surca con rasgos en los que se adivina la presencia del Reino de Dios, tiene que seguir con el impulso de nuevas vocaciones misioneras y con el aliento y la ayuda de nuestras comunidades cristianas. Aunque no todos estemos en la vanguardia de los frentes de la misión, todos podemos secundar el mandado de Cristo a todos dirigido y que a todos nos concierne. Un cristiano que no siente la inquietud misionera es que no ha conocido a Cristo. La solicitud por los misioneros, la ocupación y preocupación por las misiones de allá, rejuvenece a nuestra Iglesia, la vigoriza y la renueva en su impulso evangelizador acá.
Nuestra Diócesis cuenta con un número importante de misioneros y misioneras diseminados por todo el mundo. Son el don que Dios hace a nuestra Iglesia de Albacete para ser fiel a su misión universal Emocionan sus cartas. Me contaba una religiosa, misionera en África: “Toda la riqueza, que hay alguna, está en manos de unos cuantos; el resto, miseria, miseria y más miseria; arena, arena y más arena. Después de 17 años que ando pisando estas arenas me pregunto cómo pueden comer la mayor parte de los que vienen a nuestros centros, donde no hay casi ninguna entrada económica”. Y haciendo referencia al libro del Éxodo, añadía: “Estoy en el desierto y creo en el maná”.
La vida los misioneros es una invitación a salir de las trincheras en que nos ha encerrado la sociedad del consumo. Cada año, al menos el día del DOMUND, tendríamos que preguntarnos qué estamos dispuestos a hacer para apoyar la labor misionera, cómo somos misioneros aquí, con quien compartimos tanto el pan material como el pan de la fe.
Os invito hoy a rezar y a ayudar a los misioneros. Somos miembros de una gran familia y la oración es la savia común. Con nuestra oración y nuestra ayuda acompañamos su camino y nos hacemos nosotros mismos peregrinos del Evangelio.