+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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15 de noviembre de 2008
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l dinero, que permite conseguir casi todo, se ha convertido en el “dios” de nuestras sociedades desarrolladas. Hasta tiene sus propios templos, a los que se acude para recabar los medios que permiten lograr lo que el fervor de un consumismo desaforado demanda, bien atizado, por cierto, por una predicación ingeniosamente persuasiva, que ofrece la felicidad inmediata.
Pero tal “dios” es menos fiable de lo que se pensaba. Todos los ídolos tienen los pies de barro. Ahora nos encontramos sumidos en una crisis económica, que afecta a los templos y a los consumidores. Una crisis que, a la postre, sufrirán, como siempre, los de siempre, los más pobres.
Ha bastado un cambio de circunstancias para que se pusiera de manifiesto no sólo que ha habido una mala administración, sino también una crisis de valores en la que todos andamos involucrados, al pretender ir más allá de nuestras posibilidades. Los gestores respondían, en último término, a las leyes del mercado y a las demandas de los inversores y de los consumidores.
Nos resistíamos a reconocer la crisis hasta que hemos asistido al derrumbe de algunos gigantes de la economía; hasta que hemos visto cómo aumentaban de día en día las colas en las instituciones benéficas. Y mira que se vía venir. Uno recuerda los análisis que se hacían, desde hace años, en los grupos apostólicos obreros, personas sin altos estudios de economía, pero que ya se preguntaba adónde nos llevaría un proceso basado en valores puramente materialistas que, en muchos casos, por su carácter globalizado, supranacional, escapaba incluso hasta del control de los mismos parlamentos democráticos.
¿Seremos capaces de revisar a fondo el sistema y sus leyes, así como los valores que le impulsan y que mueven a nuestras sociedades? ¿Llegaremos a comprender que un puro consumismo desaforado acaba consumiendo a los mismos consumidores?; ¿que las cosas han de estar en función del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres, y no al revés? Ese es el “abecé” de la doctrina social de la Iglesia, que o no pudimos, o no supimos trasladar a la mente y al corazón de la sociedad occidental que, al menos en teoría, era mayoritariamente cristiana.
Viene todo esto a cuento del tema del evangelio de hoy, una de las tres parábolas que tienen que ver con el juicio escatológico del fin de los tiempos. Jesús nos invita a no olvidar nuestro fin.
Dios nos ha confiado bienes importantes, a cada uno según nuestras capacidades. Cada talento era una pequeña fortuna; equivalía, nos dicen, a unos seis mil jornales de trabajo. El sentido profundo de la parábola no es, ante todo, el buen uso de nuestros dones personales, aunque esto pudiera ser una aplicación moral útil, sino nuestra cooperación activa con el Reino de Dios.
El tiempo de la ausencia del Dueño es tan largo que se va a poner a prueba la fidelidad de la gestión. Ello podría dar lugar a que se acabe pensando que el rendimiento de cuentas no va a llegar nunca, que se puede organizar la vida como si Dios no existiera. Pero la hora llega, y quienes han hecho rendir sus talentos son introducidos a participar “en el gozo de su Señor”.
“El que había recibido sólo un talento -y que lo había enterrado, para no correr riesgos- se adelantó y le dijo: Señor, sé que eres duro y exigente, que cosechas donde no has sembrado y recoges grano donde no has esparcido semilla”. He aquí, según Jesús, el peor de los pecados: considerar a Dios como un tirano inaccesible y amenazador. Toda relación con Dios queda falseada cuando se empieza por desconfiar de Él y de su amor, como si fuera un concurrente temible que sólo piensa en sí, sin buscar la felicidad y el bienestar del hombre.
Como a los fariseos, o como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, nada se le podía reprochar a este tercer gestor, aparentemente fiel cumplidor de la ley, que devuelve al Dueño la misma suma que había recibido. Pero la fe es otra cosa. Es acoger el Reino de Dios, que es gracia, para que nuestra vida se convierta en gracia para los demás. Ser discípulo de Jesús es hacer fructificar el Reino que nos ha confiado.
El juicio para este último es extremadamente severo; pero es cada hombre quien construye su propio juicio. Y no vale el pretexto de que no debemos nada a Dios. ¡Debemos tanto a Dios y a los demás…!