+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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14 de noviembre de 2015

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El otoño, con la caída de la hoja, nos habla de caducidad; una caducidad fecunda que es semilla de nuevas germinaciones. La vida se adormece para despertar, pasado el invierno, en el nuevo ciclo de la primavera. Y cada mañana, puntual a su cita, el sol se abre paso desde la otra ladera, venciendo una vez más a la noche. Es el milagro de la vida que nace y renace pujante cada día. ¡Qué pena que nos hayamos acostumbrado, y que la rutina de lo repetido nos haya hecho perder la capacidad de asombro!

Cuando se aproxima el fin del año litúrgico, la Iglesia nos invita a meditar sobre la caducidad del tiempo y a preguntarnos en qué ponemos nuestra esperanza.

A pensar nos invita el evangelio de este domingo con anuncios graves: “En aquellos días…, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán” (Mc. 13, 24). Habrá, pues, un último atardecer. ¿No habrá más amaneceres, ni nuevas primaveras?

Jesús utiliza el leguaje apocalíptico tradicional, de imágenes estereotipadas, simbólicas. Son descripciones que no es necesario tomar en sentido material, sólo quieren describir una realidad de alguna manera indescriptible, una especie de caos primitivo, para anunciar lo que sería como una nueva creación.

A primera impresión no debía de resultar un anuncio halagüeño para aquellas comunidades cristianas, que pasaban por momentos difíciles. El templo de Jerusalén, lugar de la presencia divina para los judíos, acababa de ser pasto de las llamas. La persecución de Nerón pretendía acabar con la Iglesia naciente. Pedro y Pablo habían muerto, crucificado uno y decapitado el otro. Cristianos mártires, convertidos en antorchas, iluminaban los jardines de Roma. La angustia y la decepción de los creyentes estaba al límite, hasta preguntarse si su fe no sería vana: ¿Es éste el Reino de Dios anunciado por Jesús? Son preguntas graves, permanentes, actuales. El lenguaje apocalíptico contempla la complejidad de la historia, frecuentemente teñida de violencia y de sangre; carga las tintas para, desde tan oscuridad, abrir la ventana de la esperanza.

¿De verdad que ya no habría más primaveras; que todo perecería? Eso parecía; pero entre tanta destrucción y tanta muerte, emerge una figura inesperada, luminosa: “Entonces verán venir al Hijo del Hombre con gran poder y majestad”. En un texto paralelo se sacan consecuencias: “Cuando sucedan estas cosas, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación” (Lc. 21,28).

Los dolores de muerte se contemplan, ahora, como dolores de parto. La noche será noche definitiva sólo para el mal, que será definitivamente aniquilado, porque aunque arrastre su capa como señor de la historia, no tendrá la última palabra. Muy a pesar suyo, tendrá que dar paso a un nuevo día de vida y plenitud. 

A quienes estamos permanentemente tentados de creernos dioses, nos viene bien que se nos recuerde nuestra fragilidad. Cualquier día lo que considerábamos sólido se nos puede convertir en ridículamente insignificante. Ante el crujir del cosmos (el sol, la luna, las estrellas) o la destrucción de civilizaciones que parecían eternas descubrimos nuestra real estatura.

La real finalidad de la apocalíptica era reafirmar la centralidad de la fe: Que Dios es señor de la historia, que no nos abandona, que el futuro absoluto está en sus manos, que Él es el único futuro del hombre. Precisamente por eso es una invitación a la perseverancia en la fidelidad, incluso en medio de la conflictividad histórica y cósmica. Era un mensaje de esperanza. Era como decirles. “Aunque tiemble la tierra y caigan las estrellas, “no temáis”; hay un futuro posible, incluso por encima de la muerte. Hay una esperanza radical, absoluta, que no se sustenta en apoyaturas humanas, sino en Dios.

Será bueno pararse a pensar qué amarres sostienen nuestra esperanza, en qué apoyatura descansa nuestro corazón. Y dejarse bañar por esta luz que nos ofrece el Evangelio.