+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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18 de noviembre de 2017
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l dinero, que permite conseguir casi todo, se ha convertido en el “dios” de nuestras sociedades desarrolladas. Hasta tienen en la publicidad sus predicadores, que atizan, mediante técnicas ingeniosamente persuasivas, el fervor que un consumismo desaforado demanda.
Pero tal “dios” es menos fiable de lo que se pensaba. Todos los ídolos tienen los pies de barro. Ahí está la crisis reciente, cuyas consecuencias vienen sufriendo todavía muchos hermanos.
Uno recuerda los análisis que se hacían, desde hace años, en Cáritas o en grupos apostólicos, que, sin altos estudios de economía, se preguntaba adónde nos llevaría un proceso económico basado en valores puramente materialistas, que, en muchos casos, por su carácter globalizado, supranacional, escapaba incluso hasta del control de los mismos parlamentos democráticos.
¿Seremos capaces de revisar a fondo el sistema y sus leyes, así como los valores que le impulsan y que mueven a nuestras sociedades? ¿Daremos prioridad a los pobres? ¿Llegaremos a comprender que un puro consumismo desaforado acaba consumiendo a los mismos consumidores; que las cosas han de estar en función del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres, y no al revés? Ese es el “abecé” de la doctrina social de la Iglesia, que o no pudimos o no supimos trasladar a la mente y al corazón de la sociedad occidental que, al menos en teoría, era mayoritariamente cristiana.
Viene todo esto a cuento del tema del evangelio de hoy, una de las tres parábolas que tienen que ver con el juicio escatológico del fin de los tiempos, que nos invitan a revisar qué uso hacemos de los dones que Dios nos ha dado. Y tiene que ver con la Jornada Mundial de los Pobres, que hoy celebra la Iglesia.
Esta Jornada, nacida hace un año, es una iniciativa más del papa Francisco.
Por estas mismas fechas, se cerraban en todo el mundo las Puertas del Año de la Misericordia. En la Basílica de San Pedro, el Santo Padre celebraba el Jubileo dedicado a todas las personas marginadas. Entonces, de manera espontánea, al finalizar la homilía, el papa Francisco, consciente de que la puerta de la misericordia no se debe cerrar nunca en la Iglesia manifiesta su deseo: “quisiera que hoy, cada año, fuera la «Jornada de los pobres»”.
“Precisamente hoy, cuando hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo… Hoy, en las catedrales y santuarios de todo el mundo, se cierran las Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona… especialmente al hermano olvidado y excluido, al Lázaro que yace delante de nuestra puerta. Hacia allí se dirige la lente de la Iglesia.… A la luz de estas reflexiones, quisiera que hoy fuera la «Jornada de los pobres»”.
Así comenzó, como una corazonada del papa Francisco. El lema que nos propone Francisco para esta Jornada es bien elocuente: Recoge el imperativo del apóstol Juan que ningún cristiano puede ignorar: «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1Jn 3,18).
Pretende el Papa estimularnos a los creyentes para que reaccionemos ante la cultura del descarte y del derroche, y hagamos nuestra la cultura del encuentro. No contentarnos con realizar una obra buena o un gesto improvisado, sino promover una caridad que nos lleve a seguir a Cristo pobre y a un verdadero encuentro con el pobre, como un estilo de vida que nos lleve a compartir. La mirada al pobre debe ser sensibilizadora de nuestra conciencia y de la injusticia social.
Y como el Papa es concreto nos hace tres propuestas: a) Identificar de forma clara los nuevos rostros de la pobreza: «La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero». b) Acercarnos a los pobres, sentarlos en nuestra mesa y dejar que nos evangelicen. c) Promover encuentros con los pobres e invitarlos a participar en la Eucaristía: Leyendo el mensaje del Papa pensaba que es frecuente ver a los pobres pidiendo a la puerta de nuestras iglesias, pero ¿les invitamos a que pasen y se sientan en su casa?
La parábola de los talentos nos hace tomar conciencia de que todos somos sujetos de necesidades y de capacidades. También los pobres tienen bienes y dones que aportar y compartir. Todos podemos sentarnos y compartir la misma mesa. Y todos necesitamos expresar y alimentar la comunión en la mesa de la Eucaristía, que es la que nos configura con Cristo. Por eso, dice Francisco: «Si realmente queremos encontrar a Cristo es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía».