+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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4 de noviembre de 2017
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]F[/fusion_dropcap]rente a los dirigentes religiosos, Jesús denunció siempre, sin vacilaciones, el legalismo opresor, la incoherencia y el exhibicionismo religioso. La fe debe generar gozo, perdón, esperanza, sencillez, paz, servicio.
Dice un refrán popular que «una cosa es predicar y otra, dar trigo«. A todos, empezando por mí, nos resulta más fácil lo primero que lo segundo. Hay que ver con qué facilidad arreglan algunos el mundo o la Iglesia en una tertulia de café o ante la barra de un bar. Es más fácil pregonar y no hacer, que hacer, aunque no se pregone. Es fácil sentarse en la cátedra de Moisés, lo difícil es hacer lo que hizo Jesús: rebajarse hasta someterse a la muerte y una muerte de cruz.
El verdadero maestro, se ha dicho, no es el que más sabe, ni el que más ha leído o más títulos exhibe en su currículo, sino quien posee la virtud de la coherencia, llevando a la práctica lo que en la teoría pregona. Tiene razón Jesús cuando dice: «no os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro Maestro«. En la escuela de Jesús, el que quiera ser maestro necesita antes aprender a ser discípulo.
Jesús nos ha llamado a algunos a ejercer una cierta función de magisterio. Pienso, ciñéndome al ámbito cristiano, en los obispos y sacerdotes en primer lugar, pero pienso también en los padres, en los catequistas, en los profesores, en todos los que tenemos alguna responsabilidad educativa.
El Señor nos ha dado el encargo de “predicar y enseñar a guardar lo que Él nos ha mandado». Aunque arrastremos siempre alguna dosis de incoherencia, tenemos que realizar este servicio. Ojalá que lo que enseñamos lo hagamos en su nombre, haciendo que su palabra resuene limpia y transparente a través de nosotros, sin empañarla con interpretaciones interesadas, sin negarla con nuestra propia vida. Tagore tiene una oración preciosa: «Haz, Señor, que yo sea una flauta de caña, en la que la música que suene seas Tú». Que no escondamos la palabra evangélica, tan diáfana, bajo el ropaje altanero, barroco y a veces artificioso de nuestras palabras. ¡Qué conmovedora la confesión de Pablo!: «cuando vine a vosotros, no lo hice con vana palabrería, sino con el testimonio de la cruz de Cristo«.
Lo que se nos pide es que dejemos traslucir la verdad de Jesús, la experiencia que hemos tenido de Él. «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio» decía Pablo VI.
Si cualquier tarea educativa sólo se logra con amor, esto ha de aplicarse de manera especial a la obra evangelizadora. «¿De qué amor se trata?» se preguntaba Pablo VI, y añadía: » Es mucho más que el amor de un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre«. Un amor al estilo del de Pablo cuando decía a sus fieles: «Quería daros mi vida«. Así se educa: dando vida, sosteniendo la debilidad, espabilando los mejores deseos, creyendo en las personas, regalando nuestra confianza y nuestra alma entera, contagiando la propia pasión por conocer y vivir cada día con más intensidad el misterio de Cristo y de la Iglesia, enseñando a mirar con amor y realismo al mundo de hoy.
«De el verdadero maestro se espera – sigue enseñando Pablo VI- que posea el culto a la verdad, que la busque aún a costa de renuncias y sacrificios, que no la venda ni disimule jamás por deseo de agradar a los hombres, de causar asombro o por originalidad o deseo de aparentar… No oscurece la verdad por pereza en buscarla, por comodidad o por miedo. No deja de estudiarla; la sirve generosamente sin avasallarla».
En el evangelio que escucharemos este domingo Jesús denuncia con lenguaje cortante un doble defecto: la incoherencia y la hipocresía: «dicen y no hacen». Directamente denunciaba a los escribas y fariseos de su tiempo. Pero, como palabra viva que es, denuncia las dosis de fariseísmo que cada uno llevamos dentro. Ello debería hacernos humildes para dejar todo falso sentido de seguridad y preeminencia.
Es oportuno a este respecto recordar cómo D. Miguel de Unamuno denunciaba en el Ateneo de Madrid a los enseñantes de su tiempo, que entretenían a los alumnos con citas eruditas, sin contagiar la pasión por aprender. Frente a una enseñanza “servida”, decía él, “con biberón, el profesor tiene que sacar el pecho, que el alumno sintiera el calor de la teta en el labio”. ¡Admirable y genial, como siempre, Don Miguel!