+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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25 de octubre de 2008

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]os fariseos del tiempo de Jesús andaban atrapados en un laberinto de leyes. Dicen que eran nada menos que 613 los mandamientos que pesaban sobre la conciencia del pueblo judío. Como para volverse locos. Ya dice la sabiduría popular que quien mucho abarca poco aprieta. No es, por eso, extraño lo que nos cuenta el evangelio de este domingo: que un legisperito se acercara a Jesús y le preguntara a bocajarro: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal y primero?».

La pregunta no estaba descaminada, quizá nos viene bien a nosotros, hombres del siglo XXI, superficiales, acostumbrados a mariposear en todo sin profundizar en nada. La respuesta de Jesús es simple y clara como el agua:»El primer mandamiento consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma». Y añade: «El segundo es semejante a éste: amar al prójimo como a uno mismo. En estos dos mandamientos se encierra toda la enseñanza de la ley y de los profetas». Conseguir, pues, que el móvil de todas nuestras acciones sea el amor es ir llegando a la esencia del mensaje de Jesús.

Estoy seguro de que si entendiéramos bien esto del amor, lo que es amar de verdad, no los sucedáneos de moda en el mercado de valores, entenderíamos otras muchas exigencias que son consecuencia del amor y que, fuera del amor, no se entienden.

San Pablo el cantor del amor cristiano dice que “el amor es paciente, servicial, no es envidioso, no es maleducado ni egoísta, no se engríe, no busca su interés, no toma cuentas del mal; el amor disculpa, confía, espera sin límites; el amor no pasa nunca». Del néctar del amor necesitamos proveernos en grandes dosis y con él rociarlo todo.

La excesiva valoración del subjetivismo ha llevado al hombre de hoy a pensar a que lo único absoluto es cada uno para sí mismo y que para ser felices necesitamos ser centro y dueños exclusivo de nuestro propio mundo. Con ello, no sólo Dios deja de ser el valor absoluto y fundamental, también dejan de serlo los otros, que quedan relativizados. La consecuencia de este deseo contumaz de ser cada uno centro exclusivo del propio mundo es la soledad del egoísmo. La pretensión de «ser como dioses», que siempre nace y renace en el corazón, está muy presente en la cultura actual. Desde ahí se absolutiza la libertad individual y todo queda supeditado al propio gusto, al propio interés, la propia conveniencia o a la propia manera de ver las cosas.

Lo anterior tiene consecuencias desastrosas para la vida personal, familiar y social. Hay maneras de amar que no pasan de ser egoísmos encubiertos. Pensemos, por ejemplo en algunos amores de fin de semana, a medida de los gustos, el atractivo, el interés o la conveniencia propia.

Me da mucha pena que buena parte de la juventud, que tan prematuramente se adiestra en el sexo, no haya sido educada para el amor. Esta educación implica no sólo desear cosas grandes y bellas, sino también ensañar a exigirse el esfuerzo y las renuncias necesarias para conseguirlas. Enseñarle a uno sólo a pasarlo bien y a preparar un futuro económico desahogado no es educar. Quien no haya aprendido la lección del esfuerzo y la renuncia, quien no sepa privarse de nada, quien piense que el mundo entero tiene que estar pendiente de lo que uno necesite, no ha alcanzado la preparación para amar, ni para ser auténticamente libre, ni para ser esposo o esposa, ni para ser padre o madre, ni para hacer nada valioso por los otros en la vida social. No serán capaces de amar a Dios, pero tampoco serán capaces de amar a los demás. En los tiempos que corren, de crisis y turbulencias económicas, probablemente sea la austeridad una de las claves para capotear el temporal.

Aprendamos a actuar movidos por el amor. No nos privemos de tal o cual acción porque es pecado, sino porque el pecado no cabe en las reglas del amor.

Uno intuye que el amor es la verdad más honda, la fuente de realización más alta, la clave más definitiva de la alegría y de la felicidad propia y de los demás. «El que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor «, dirá san Juan.