+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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24 de octubre de 2015

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]S[/fusion_dropcap]iempre que me encuentro en el Evangelio con episodios de ciegos recuerdo la obra del escritor luso Saramago, premio nobel de literatura, titulada “Ensayo sobreLa Ceguera”. La novela, que pretende ser una parábola de la sociedad, relata cómo una extraña ceguera blanca, como un mar de leche, se extiende de manera rápida hasta llenarse las calles de ciegos, que poco a poco van cayendo en las situaciones más miserables en todos los sentidos.  

Jesús, que va camino de  Jerusalén, ha hablado sin tapujos a sus discípulos de lo que le espera. Pero las tres veces que anuncia la Pasión choca con una especie de ceguera interesada. Los discípulos están en otra honda. Es seguramente la misma ceguera que el evangelista encontraba en sus contemporáneos cuando componía el Evangelio; ¿la misma que sigue encontrando en muchos de nosotros?

Con la curación del ciego Bartimeo en las afueras de la antiquísima ciudad de Jericó, última etapa en la ascensión a Jerusalén, es como si el Evangelista quisiera abrirnos los ojos a los oyentes de ayer y de hoy.

¿Quién es Bartimeo? Es ciego y mendigo. Ni siquiera sabemos su propio nombre. ”Bar” en arameo significa “hijo de”: el hijo de Timeo. Un hombre sin nombre no es más que un número en la masa. Está pidiendo limosna al borde del camino. ¿Qué otra cosa podía hacer entonces un ciego? Tal vez sus ojos no habían conocido nunca la alegría de la luz o, tal vez, acostumbrados a la oscuridad, ya ni siquiera sabían poner imagen al canto de los pájaros, al rumor del agua en el arroyo o al silbo del viento en las palmeras.

Pensemos en nuestras cegueras, las de quienes no ven motivos para creer en Dios o piensan que la vida carece de sentido; las de quienes se preguntan para qué seguir viviendo o sacrificándose por los demás, tras tantos desengaños; si vale la pena seguir atado a esta mujer, a este hombre, a esta vocación, cuando empieza a mordernos en el alma el demonio de la rutina o la monotonía; si, para que la vida sea más fácil, no sería más rentable traicionar la conciencia y plegarse al soborno o al negocio sucio… Son muchos los ciegos que están, o estamos, ahí, al borde de nuestros caminos.

Tal vez Bartimeo, en alguna tertulia de vagabundos de las que se forman alrededor de unas brasas al caer la noche, había oído algo de lo que se comentaba sobre un tal Jesús de Nazaret, al que presentan como el Mesías, que dicen que hace prodigios, acoge con un cariño inusitado a cuantos se acercan a él y siente predilección por los pobres.

La cosa empezó siendo un rumor confuso, lejano; luego bullicio, voces cada vez más cercanas y más perceptibles; y alguien que dice de pronto: “¡Es Jesús, el Nazareno!”. Y el corazón de Bartimeo latió fuerte y lanzó un grito que brotaba de su inmensa pobreza, un grito de fe mesiánica: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. La nota triste del episodio, que debería hacernos pensar, la ponen los que van junto a Jesús: “Le regañaban para que se callara”. ¡Cuántas veces, Dios mío, paso sin prestar atención a tantas cegueras del cuerpo y del espíritu, a tantos que gritan desde el silencio al borde mis caminos,   que no quiero que me molesten!

Decíamos que Bartimeo, sin nombre, es como un número en la masa. Pero no es esa la perspectiva de Jesús, que, como dijo alguien con humor, no sabe de matemáticas, sólo sabe contar de uno en uno, porque para Él cada uno es único y personalísimo.

Jesús, que sabe ver y escuchar, pide que le traigan al ciego. Y alguien que corre y le dice: “¡Ánimo, levántate, que te llama!”. Y Bartimeo soltó el manto, dio un salto, se encontró con Jesús. Fue como una escena bautismal, pues sabemos que los nuevos bautizados se quitaban el vestido viejo para vestir uno blanco; que el bautismo se llamaba “iluminación”.

Jesús mirando a sus ojos cerrados del ciego, le pregunta: -“¿Qué quieres que haga por ti? – ¡Señor, que vea! Es la pregunta que nos hace hoy a todos los que andamos a cuestas con nuestras cegueras. ¡Qué admirable oración la del ciego! : “¡Señor, que vea! Bartimeo empezó a ver y “le seguía por el camino”, dice el evangelio.

Estamos a punto de inaugurar el Año de la Misericordia. El episodio es una escena de misericordia al vivo. La misericordia es una puerta siempre abierta. Basta situarse ante la realidad y ante uno mismo con humildad, abriendo el corazón, dejando camino libre a la gracia de Dios. Qué bueno si fuéramos capaces de desprendernos de los mantos de la autosuficiencia y el orgullo, si reconociéramos nuestras cegueras blancas o negras, e hiciéramos nuestra la oración de Bartimeo: “¡Señor, que vea!”. 

No olvidemos que no haya peor ciego que el que no quiere ver.