+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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28 de octubre de 2017
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]ra huérfano de madre. Su padre, unido a otra mujer, le había echado de casa; de una casa que olía a alcohol y a violencia. Su aspecto le delataba: cualquier dia podía acabar preso. Le habíamos ayudado varias veces y nos tenía afecto. Acabó siendo un buen militante de la Juventud Obrera Católica. Recuerdo la conversación: “Hace unos meses querías suicidarte y hoy vienes a pedir un evangelio. ¿qué te ha pasado? – Es que antes nadie me había escuchado, dijo; por nadie me había sentido querido. Ahora, en los amigos y amigas de la JOC, con los que me puso en contacto, he encontrado el amor y quiero creer en Dios”.
Un comentario certero al hecho anterior pueden ser las palabras de san Juan Pablo II en su primera encíclica “Redentor del Hombre”: «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente» (RH 10).
¿Imagináis qué sería de un mundo en que las relaciones entre las personas, entre padres e hijos, entre esposos, entre vecinos, estuvieran movidas exclusivamente por el interés o por la utilidad? ¡Qué mundo más gélido aquél en que los otros serían reducidos a objetos utilitarios!
Los fariseos del tiempo de Jesús andaban atrapados en un laberinto de leyes. Dicen que eran nada menos que 613 los mandamientos que pesaban sobre la conciencia del pueblo judío. Como para volverse locos. Ya dice la sabiduría popular que quien mucho abarca poco aprieta. No es, por eso, extraño lo que nos cuenta el evangelio de este domingo: que un legisperito se acercara a Jesús y le preguntara a bocajarro: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal y primero?».
La respuesta de Jesús es simple y clara como el agua: «El primer mandamiento consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma». Y añade: «El segundo es semejante a éste: amar al prójimo como a uno mismo. En estos dos mandamientos se encierra toda la enseñanza de la ley y de los profetas». Cuando los hebreos decían “la Ley y los Profetas” entendían que allí estaba resumida toda la sabiduría que daba sentido a la vida. Es admirable que Jesús ponga al mismo nivel el amor a Dios y el amor al prójimo.
Estoy seguro de que si entendiéramos bien esto del amor, lo que es amar de verdad, no los sucedáneos de moda en el mercado de valores, entenderíamos otras muchas exigencias que son consecuencia del amor y que, fuera del amor, no se entienden.
San Pablo el cantor del amor cristiano dice que “el amor es paciente, servicial, no es envidioso, no es maleducado ni egoísta, no se engríe, no busca su interés, no toma cuentas del mal; el amor disculpa, confía, espera sin límites; el amor no pasa nunca». Del néctar del amor necesitamos proveernos en grandes dosis y con él rociarlo todo.
“El amor, decía el papa Benedicto, es una luz –en el fondo la única – que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar”. Lo explica nuestra existencia cotidiana: ¿Encontramos en nuestra vida otro estímulo más hondo y más limpio que el amor? Pero hay una razón, sobre todo: que amar es lo propio de Dios. Dios es amor y nos ha hecho a imagen y semejanza suya.
Amar a Dios, porque Dios nos ama, nos amaba cuando no éramos, nos ha hecho para amarnos, ha venido a nuestro encuentro para revelarnos su amor.
Amar al prójimo: Porque todo hombre es un ser con Dios al fondo, imagen del Hijo del Hombre. Lo que hacemos o dejamos de hacer con el otro, lo hacemos o lo dejamos de hacer con Jesús mismo.
¿Quién es mi prójimo? preguntaban a Jesús, que respondió con la parábola del buen samaritano. Prójimo es que sabe hacerse próximo, el que se preocupa y se ocupa del hombre que sufre al borde del camino.
No es cuestión de razonamientos. Es cuestión de que esto de amar nos posea, de que llegue a ser como un sello de identidad sobre nuestro pobre y maltrecho corazón, para que entendamos que ahí está la vida; que la regla para nuestra historia personal y colectiva está en entender que sólo el amor salvará al mundo. Y ahí estamos cada domingo dispuestos a participar en la Eucaristía no porque seamos ejemplares a la hora de amar, sino para ser más humildes, para intentar ser un poco más cristianos, para aprender a amar del que nos amó primero.