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8 de octubre de 2016

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Los leprosos pidieron que el Señor los curase, como le pedimos nosotros cada día, cada hora, a cada momento. 

Le pedimos al Señor que nos cure del paro, de la vecina con la que no me hablo, del hijo de la María que está en la cárcel, de la enfermedad, de que mi nene apruebe el bachillerato, de que mi marido tenga el ascenso y gane más, de que mis hijos tengan suerte y se casen con personas “bien”, le pedimos que nos cure de los inmigrantes, los indigentes, los refugiados y toda esa gente que nos quita el trabajo, le pedimos que nos cure del peso de nuestra conciencia por no hablarme con mi hermano pequeño, que nos cure para no sentirnos culpables por las cosas que no hacemos bien y que disfrazamos de ser nosotros los ofendidos, le pedimos… bueno, eso, le pedimos sin parar al Señor que nos cure de todo lo que no nos gusta y nos molesta, y por qué no, le pedimos que nos toque un pellizco en la lotería de Navidad, que eso no es pecado.

Pero, ¿Cuántos de nosotros le pedimos que cure a los también a los demás, que cure a un mundo de injusticias, de guerras, de explotación, que cure una humanidad desconcertada y desenfocada en muchos aspectos, antes de pedirle por nosotros y por nuestras cosas personales? 

Y, ¿Cuántos de nosotros, cuando nos cura el Señor, que nos cura y mucho, volvemos y nos arrodillamos para darle las gracias y glorificarlo? 

Ah, por cierto, también conviene que nos preguntemos, antes de pedirle curación al Señor, a cuántas personas curamos nosotros, a cuántos hombres y mujeres les damos un hilo de Esperanza, para cuántos amigos, vecinos, familiares y compañeros nuestros somos bálsamo, cura y esperanza en la vida.

La mayoría de nosotros estamos en el bando de los nueve. Una vez que me han curado, me voy sin preocuparme por nada más y sobre todo sin preocuparme por los demás.

Lo único que nos interesa es la conjugación de los pronombres personales “yo, mi, me, conmigo”. 

Como muchas veces en nuestras vidas, igual que en el Evangelio, son los forasteros, los que no conocen a Dios, los que son capaces de entender que Dios les ha curado de una enfermedad grave, tan grave como la lepra, por el contrario, los de casa, los de dentro, los bautizados, los que nos decimos cristianos, no somos capaces de ver a Dios en nuestras vidas, ni aun cuando nos cura. El extranjero si supo ver a Dios.

Y es que volver, como lo hizo el leproso, el extranjero del Evangelio, supone hablarle al vecino,  pedirle perdón a mi hermano pequeño, saludar al viejecillo que no sale de casa, echar una mano al inmigrante, facilitarle el camino al refugiado, estar pendiente de que el nene estudie con provecho, enseñarle a mis hijos que la mejor opción en la vida es el amor y no el dinero, que si mi Juan no asciende, pues otra vez será y que si no nos toca la lotería en Navidad no nos preocupa porque cada día nos toca el gordo en casa porque somos familia, porque nos queremos, porque podernos disfrutar los unos de los otros, porque la familia puede venir a vernos y nosotros a ellos, porque tenemos amigos que nos quieren y a los que queremos, porque tenemos el mundo a nuestra disposición para disfrutar y ser personas de bien y de provecho y porque nos toca el gordo, hermanas y hermanos  cada día que nos acercamos a la Palabra de Dios que nos enseña, que ilumina nuestro caminar en la vida muchas veces oscura, nos toca el gordo cada día que Celebramos con los hermanos que nos acompañan, de los que podemos aprender, en los que nos podemos apoyar en los momentos difíciles de nuestras vidas, nos toca el gordo cada día en que Cristo en la Eucaristía viene a curar nuestras heridas, nuestros pecados, nuestras estrecheces, nuestras insuficiencias, nuestra muchas limitaciones.

Cristo viene a curarnos para que también nosotros podamos curar al mundo en el que vivimos dándole gracias a Él en los hermanos necesitados de cura.

Emiliano García Garrido
Diácono Permanente de Madrigueras