+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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11 de octubre de 2008

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El evangelio no da nunca definiciones abstractas sobre Dios o sobre la Iglesia. Es un libro, sobre todo, de imágenes. En este domingo nos habla de Dios con la imagen de un rey que celebra una gran fiesta: “las bodas de su hijo”. El hijo es, evidentemente, Jesús mismo, que se desposa con la humanidad a la que ama apasionadamente. La fiesta, el banquete son todo un símbolo del gozo compartido. Esta imagen de las bodas corre, como un hilo de oro, a lo largo de toda la Biblia. De un extremo a otro de la revelación, las relaciones de Dios con la humanidad se definen en términos de alianza nupcial. Quizá cambiaría nuestra religión si, en vez de verla como un conjunto de verdades a creer, o como unos principios de moral a observar, llegáramos a verla, ante todo, como una historia de amor, como un proyecto nupcial.

Hay muchos invitados pero también en este caso, como en el de los viñadores homicidas, el rechazo de la invitación no deja de sorprendernos. Quizá el contexto en que tomó forma literaria la enseñanza de Jesús hace más sombrío el relato, pero, a la vez, le da una especial viveza. En el trasfondo de la redacción está, sin duda, el rechazo de la fe por parte de la sinagoga, la destrucción de Jerusalén en el año 70 y la expansión misionera con nuevos y variopintos discípulos -buenos y malos- que, provenientes, en general, de los más bajos estratos sociales, han comenzado a formar comunidades en Grecia y Roma. El final del relato, tan desconcertante, bien pudiera aludir a quienes, entusiasmados con el evangelio, han entrado en las comunidades, pero, luego, no llevan traje de fiesta, no se han revestido del hombre nuevo, en justicia y santidad verdaderas. ¿Podría aplicarse hoy a quienes piden sacramentos más por costumbre social que por el sentido hondo de lo que se celebra? Hoy no suelen faltar los trajes vistosos, pero cuántas veces la fiesta ni siquiera toca la periferia del alma.

Sigamos el relato: Cuando se acerca la fecha de la boda, el rey envía a sus criados con la invitación: “Venid a la fiesta, todo está preparado”. Pero ¡qué decepción! No quieren venir. Por eso envía de nuevo a los criados con el mismo recado, por si no se han enterado bien.

Los invitados -dice el texto- siguieron sin enterarse o sin querer enterarse. Unos se fueron a sus campos, otros a sus negocios, incluso hubo invitados que cogieron a los criados y los maltrataron hasta darles muerte. Lo que estaba llamado a ser bodas de amor se convirtió en bodas de sangre.

Jesús contaba esta parábola pocos días antes de su Pasión, cuando su muerte estaba ya decidida en la sombra por los jefes del pueblo de Israel, que, por lógica, tendrían que haber sido los primeros en responder a la invitación.

La descripción de los invitados es curiosa y actual. Jesús distingue dos clases: Los negligentes, aquellos de los que se ha apoderado la indiferencia, que se dejan llevar por sus actividades o sus gustos inmediatos y aquellos que rechazan conscientemente, hasta de manera combativa, la invitación, como si les estorbara a sus planes y proyectos.

Bastaría traducirlo a algunos ejemplos que seguramente se darán hoy mismo entre nosotros. Preguntad a muchos bautizados por qué no van a misa (me refiero a la misa por lo del banquete): Oiríamos respuestas parecidas a éstas: -«¿Cómo quieres?, si es mi día de caza, o mi día para jugar al tenis, o para ir al supermercado»…:Preguntadle a algún joven, que haya pasado toda la noche en la discoteca: o en el botellón: -«¿Qué dices?, tengo que dormir” ,o, en el mejor de los casos, “tengo que hacer los deberes”, o “preparar los exámenes”. Incluso encontraríamos respuestas más agrias y violentas.

Entonces el amo dijo a sus servidores: “El banquete está preparado, salid a los caminos, y a todos los que encontréis invitadlos a la boda”. Y la sala del banquete se llenó de convidados.

En esta sociedad del bienestar y del consumo tenemos siempre tantas cosas importantes que hacer que nos olvidamos de lo fundamental. Quizá era por eso decía Jesús que el Reino de Dios es fundamentalmente para los pobres, que, por no tener nada a lo que atarse, son los únicos dispuestos a aceptar la invitación.

No se trata de una vieja historieta del pasado. La invitación de Dios sigue siendo actual. A cada uno nos ha escrito una carta de amor. ¿Somos conscientes de que hay un sitio preparado para nosotros en el servicio al reino de Dios, en la mesa de la Eucaristía? Nos viene bien esta parábola al comienzo de curso, cuando andamos lanzando nuestras campañas pastorales, parroquiales o diocesanas. Nuestra Iglesia vuelve a oír hoy: “Salid a los cruces de caminos, y a todos los que encontréis invitadlos”. Es el sueño de una Iglesia que no se recrea en actitudes conservadoras, sino que sale a la calle con una Buena Noticia y una invitación, nunca con una imposición. Será bueno que todos los que colaboramos en la evangelización nos preguntemos: ¿Qué noticia vamos a llevar? ¿Para qué convocamos? ¿Será el Evangelio en nuestros labios una “carga pesada” o una novedad llamativa, original y salvadora? Y no estaría bien que quienes hemos aceptado la invitación, no lleváramos el “vestido de la fiesta”.