+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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3 de octubre de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l péndulo del pensamiento humano ha oscilado siempre entre el pesimismo cátaro, que considera malo todo lo referente a la sexualidad, y el optimismo libertario, que reclama convertir el placer sexual en sí mismo casi en el objetivo y fin de la existencia humana. La moral cristiana de los siglos pasados seguramente desmesuró el sentido de culpabilidad. La mentalidad actual, por el contrario, tiende a renunciar a toda norma y a exaltar el “haz lo que quieras, lo que te apetezca”.

“Un día, los fariseos abordaron a Jesús, y, para ponerlo a prueba, le preguntaron: ¿Está permitido a un esposo despedir a su mujer?”. Una cuestión insidiosa, pues cualquiera que fuese la respuesta de Jesús le pondría contra las cuerdas de la opinión pública. Se trataba, al parecer, de una cuestión candente, una de esas cuestiones ante la cual nadie es neutro.

Jesús les preguntó: ¿Qué prescribió Moisés? Ellos respondieron que “Moisés había autorizado a despedir a la esposa a condición de establecer un acta de repudio”. Las interpretaciones fundamentalistas de la Biblia, que toman los textos a la letra, puede llevar a planteamientos infantiles. La revelación tiene carácter progresivo. Moisés, según la opinión mayoritaria de los estudiosos, no habría hecho otra cosa que retomar el uso común en su tiempo, en que la poligamia y el divorcio eran habituales. A falta de algo mejor, intentó remediar los caprichos arbitrarios estableciendo un procedimiento con el que limitar el mal, obligando a cumplir unas formalidades precisas. Ello dio lugar a aplicaciones e interpretaciones diversas. Según las escuelas de los maestros más rigoristas, para despedir a la esposa se necesitaba que mediara una falta grave, como el adulterio. En cambio, las escuelas menos rigoristas incluían otras muchas posibilidades, como, por ejemplo, que la mujer se dejara quemar la comida es simplemente que el esposo encontrara otra más atractiva. La mujer, como siempre, era la perdedora.

Jesús respondió: “Fue en razón de vuestra dureza de corazón por lo que Moisés formuló tal ley. Pero al comienzo no fue así: Dios les hizo hombre y mujer. Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá su mujer y serán los dos una sola cosa”. (La palabra griega con que el Evangelio expresa la dureza del corazón es “esclerocardía”: una enfermedad del corazón bien extendida, que incapacita para amar al otro).

Una vez más, Jesús no se expresa en términos de moral, de lo prohibido o lo permitido. Frente a la concepción del amor que nos puede ofrecer un maestro de la Ley, una artista de cine o una canción, Jesús, apelando al texto del Génesis, nos llama la atención, recordándonos que Dios tiene una concepción del amor expresada en la creación.

Nunca acabaremos de comprender la admirable afirmación de los primeros capítulos de la Biblia: “Creó al hombre y a la mujer a imagen y semejanza suya, hombre y mujer los creo; y serán los dos una sola carne”. La complementariedad de los sexos es también voluntad de Dios, inscrita en la naturaleza del hombre y la mujer.

Al alba de la creación, la revelación de Dios nos muestra que la creación del hombre y la mujer “a su imagen” tiene como fin un misterio de alianza, ser icono del Dios que es amor, fuente de unidad y vida para el mundo.

Sólo Dios puede hacer realidad lo que nos parece imposible. El sacramento del matrimonio es un misterio de gracia, capaz de curar la dureza del corazón del hombre, su “esclerocardía”, y, así, poder amar como ama Dios. Pero ello necesita del concurso y la colaboración humana. La indisolubilidad es la tendencia más profunda de todo amor verdadero. El matrimonio no es indisoluble porque lo diga la Iglesia, sino porque lo pide y exige el amor. Ello, sin embargo, no nos permite juzgar o condenar a los matrimonios en dificultades o rotos, y tampoco nos impide que existan salidas de emergencia para situaciones que son insoportables. Lo que es más difícil de entender es que, en determinados ámbitos, el fracaso del amor se nos venda como apuesta de futuro y progreso, mientras se descalifica el amor duradero como rémora de un pasado tenebroso.

Hace pocos días, una profesora de universidad, experta en temas matrimoniales, manifestaba desde su experiencia que el divorcio puede solucionar un problema, pero que lo más frecuente es que cree cien.