+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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4 de octubre de 2008
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“¡Escuchad esta otra parábola!”. Así empieza el evangelio de este domingo, con una invitación de Jesús a escuchar. Nos viene bien la advertencia, porque andamos tan hartos de palabras, recibimos diariamente tal catarata de información que podemos acabar vacunados.
Jesús tenía predilección por la imagen de la viña. Ha sido imagen recurrente en los dos domingos anteriores. En un caso, para enseñarnos que su llamada es gratuita y puede llegarnos a cualquier edad; en otro, para mostrarnos dos tipos de trabajadores: el que se queda en buenas palabras, pero no va a la viña, y el que, aunque reaccione con cierta rebeldía, cumple la voluntad del padre. Hoy da un paso más.
En nuestros pueblos manchegos se sabe muy bien que el cuidado de una viña es uno de los trabajos agrícolas que demandan más cuidados y atenciones. Jesús tiene presente el bellísimo canto de amor a la viña con que Isaías describe los mimos de Dios por su viña, la casa de Israel: Aró la tierra, y la decepcionante respuesta. En vez de dar uvas dulces, dio agrazones.
El viñador de la parábola también se prodigó con su viña: Aró la tierra, retiró las piedras, eligió y plantó cepas de la mejor calidad, la cercó con una tapia, montó un lagar y hasta construyó una torre de vigilancia. A su partida, la entregó a unos viñadores para que la cultivaran.
Dios, que nos trata como adultos, pone lo esencial, pero no lo hace todo; confía este mundo a nuestra responsabilidad. Juan Pablo II, en su encíclica sobre el trabajo, nos recordó esta inmensa dignidad del hombre, gerente de la empresa de Dios, su viña, el universo.
Cuando llegó el tiempo de la vendimia, sigue contando Jesús, el dueño envío unos servidores para pedir cuenta de los frutos a los arrendatarios. La vendimia, como la siega, son, en la Biblia, imágenes del juicio de Dios, que no es indiferente a nuestras tareas. Pero los viñadores se mofaron de los enviados, golpearon a uno, mataron a otro, y lapidaron al tercero. De nuevo envió otros emisarios, más numerosos que los primeros, pero corrieron idéntica suerte. Es la historia de Israel evocada en el llanto de Jesús sobre Jerusalén: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y rechazas a los que te son enviados…”.
Finalmente, envió a su propio hijo, pensando que a éste al menos le respetarían. (“Tanto amó Dios al mundo, que envió a su propio Hijo”). Se mofaron igualmente de él, le sacaron fuera de la viña y le mataron. Se trata de una muerte ritual, de un crimen consciente y premeditado, realizado según el orden de las ejecuciones capitales, como manda el Levítico. Jesús murió “fuera de las murallas”.
El contexto inmediato de la parábola es la situación de rechazo experimentada por Jesús. El contexto actual de lectura podría ser cualquier forma de rechazo de Dios, de su plan de salvación sobre la humanidad. Es el pecado del ateísmo, teórico o práctico, al que nos apuntamos cuando pretendemos gestionar este mundo como dueños absolutos de la tierra, de la vida y de la muerte. Usando mal del don de nuestra inteligencia, que nos permite progresar y dominar el mundo, y de nuestra libertad, dada para amar y buscar el bien, podemos acabar en la negación y el rechazo de Dios. No contentos con eso, seguimos “matando al mensajero”.
Digo “seguimos” porque en la parábola podemos vernos retratados también los creyentes. Jesús quiso que su Iglesia fuera el escaparate y sacramento de cómo los más altos anhelos del hombre se hacen verdad en su viña. Y sin embargo, en vez de uvas dulces, las damos, no pocas veces, agraces.
Jesús termina citando al salmo 118: “¿No habéis leído en las Escrituras: la piedra que los constructores desecharon se ha convertido en la piedra angular?”.
Los primeros cristianos se tropezaron con dos cuestiones que les resultaban escandalosas: – ¿por qué el Hijo de Dios fue ajusticiado?; ¿por qué fue rechazado por todo el Israel oficial? Ellos descubrieron en la Palabra de Dios que la pobre piedra, rechazada y considerada inútil, era, en el plan de Dios, la piedra angular, la que se coloca en el lugar esencial de la construcción, en la unión de los muros o en la clave de la bóveda. Ella sostiene al edificio, la humanidad.
Existen bautizados que, como la vieja Europa, parecen renegar de sus raíces cristianas. Les molesta el mensaje y, por tanto, también el mensajero. ¿Tendrá que cumplirse aquello de que “se entregará la viña a otros labradores que rindan frutos?”. No sería la primera vez que esto pasa. Pero Él seguirá siendo la piedra angular.