+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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27 de septiembre de 2008
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El evangelio de este domingo, como el del anterior, se sitúa también en un contexto polémico con las autoridades religiosas de Jerusalén. Le duele a Jesús que vaya a ser rechazado precisamente por aquellos que deberían ser los primeros en acoger su mensaje.
Acababa de arrojar del templo a los mercaderes; luego, con un gesto simbólico, ha hecho que se seque una higuera que no tenía frutos. Las autoridades de Jerusalén, indignadas, le preguntan con qué derecho realiza esos gestos tan provocativos. Jesús, según la redacción de Mateo, responde con tres parábolas. Una de ellas es la de los dos hijos, que escucharemos este domingo.
“Un padre tenía dos hijos”. A ambos les pidió que fueran a trabajar a la viña. El primero se negó rotundamente, pero, luego, se arrepintió y fue. El segundo, en cambio, con desenvoltura y alardeando de generosidad, contestó afirmativamente, pero, a la hora de la verdad, no fue. “¿Quién de los dos hizo la voluntad del Padre?”, pregunta Jesús.
Hoy, como ayer, existen los que se comen el mundo hablando, pero luego, nada de nada Ya decía san Pablo en su tiempo que “había muchos muy ocupados en no hacer nada”. La adulación, la demagogia o la inclinación de cabeza son de todas las épocas. Casi siempre quienes más critican lo que hacen otros son los que menos dan el callo, como suele decirse.
También existen, ayer como hoy, los que, quizás por repugnancia al esfuerzo, protestan y patalean, pero a la hora de la verdad, porque son nobles y generosos, acaban comprometiéndose y van a la viña. Parecido a este segundo hijo, aunque con mejores formas, es el que no sólo contesta afirmativamente, sino que, aunque le cueste como a todo hijo de vecino, consciente de que “obras son amores y no buenas razones”, cumple con su palabra, responde con su entrega a la vocación a que ha sido llamado. De todo se da en la viña del Señor.
Sabemos que en el mundo moderno hay corrientes de pensamiento que tienden a hacernos creer: o que estamos “condicionados”, como definitivamente cerrados por determinismos que nos impiden cualquier forma de responsabilidad o libertad, o, por el contrario, que nuestra libertad no tiene límites y, por tanto, nadie ni nada pueden obligarnos a hacer lo que no nos apetece. Lo uno y lo otro son formas de eludir responsabilidades. De hecho, se acaban estas teorías cuando uno se ve amenazado en sus intereses. Entonces no se tarda un instante en empezar a exigir responsabilidades. Sólo quien no ha superado la barrera da la animalidad o no ha descubierto la misión a que está llamado puede eludir la responsabilidad de sentirse constructor del mundo.
Jesús con la parábola de los dos hijos denunciaba a los fariseos de entonces, y nos denuncia a los fariseos de hoy. Se nos puede llenar la boca de palabras bonitas, incluso evangélicas, sin que, a la hora de la verdad, movamos un dedo para encarnarlas en nuestra propia vida. A la hora de la verdad lo que cuentan son los hechos, viene a decirnos Jesús. “No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad del Padre”.
El mundo de hoy admira la eficacia, desconfía de los grandes discursos y de las declaraciones vacías, juzga las promesas por los resultados efectivos. Jesús se nos presenta, en este sentido, profundamente actual.
Jesús, apelando a lo que había acontecido con la predicación de Juan Bautista, que la gente pobre, que se sentía pecadora, como eran los publicanos y las prostitutas, se habían movido a conversión, concluye su diatriba frente a los dirigentes del pueblo con una sentencia punzante como un dardo: “En verdad, en verdad os digo: los publicanos y las prostitutas os precederán en el Reino de los cielos”.