Juan Miguel Giménez Moraga
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29 de septiembre de 2018
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La Sagrada Escritura es como un camino que va conduciendo y haciendo propuestas al hombre y a la mujer para que lleguen a ser personas plenas; tanto individual como colectivamente.
En los pasajes que la liturgia nos propone este domingo señala para ello caminos positivos: compartir donespersonales y tareas comunitarias; latoleranciapara con los que no son de nuestro grupo o comunidad y lautilizaciónde los bienes materiales al servicio de la persona, y no al revés.
Esto lo hace subrayando situaciones, que continúan siendo actuales, en la sociedad y en la Iglesia. La intolerancia con los que no pertenecen a nuestro grupo, el enriquecimiento a costa de situaciones injustas y el exigir a todos la realización de las mismas normas rituales para considerarlos personas normalizadas y estructuradas.
Y como tema de fondo, la fidelidad o infidelidad al Espíritu de Dios que acompaña el caminar del pueblo de Israel, en la antigüedad, y del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, en sus comienzos y en el momento presente.
Laconfianzaha de ser siempre la actitud fundamental que hemos de procurar mantener en las comunidades de creyentes. Yo diría que nuestra identidad y nuestra tarea se basan en ella.
Cada uno de los creyentes hemos llegado a serlo por pura iniciativa de Dios. Él nos ha elegido y nos ha llamado –como hizo en otro tiempo con el pueblo de Israel- a ser sus y a constituirnos en un solo pueblo; un pueblo de personas libres y felices que se sienten comprometidas en la construcción de un mundo de hermanos.
Como Dios ha mostrado tal predilección por nosotros, no cabe otra respuesta que la de una total confianza en Él, que seguirá indicando a cada uno el camino que conduce a la realización plena de nuestro destino y nos dará los medios necesarios para que logremos alcanzarlo y disfrutarlo.
Y aunque ese destino de libertad y de felicidad sea común y gratuito para todas las personas, no todos lo descubrimos, y lo aceptamos a la vez; ni nos comprometemos de la misma manera.
Escuchamos repetidamente en el evangelio de hoy la palabra escándalo y esta palabra quiere decir: “piedra de tropiezo” y, en el contexto evangélico, esta palabra se aplica a todo aquello que aparta o separa del seguimiento de Jesús por el que los creyentes hemos optado.
Por ello, nunca debe ser motivo de escándalo la actuación individual y colectiva de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo que, sin “ser de los nuestros”, denuncian las situaciones de injusticia que se producen en nuestro mundo, trabajan solidariamente por la causa de los más pobres y proponen, a hombres y mujeres de buena voluntad, que nos unamos en la construcción de un planeta más limpio, más pacífico y mejor repartido.
La amonestación que Jesús dirige a sus discípulos, es para advertirnos de nuestras posibles desviaciones a la hora de proponer a los demás la Buena Noticia. Él habla del ojo, de la mano y del pie como posibles causas de escándalo, de tropiezo, de separación, para entrar en su proyecto de Reino de Dios.
Y es que muchas veces, nuestra manera de ver las cosas, de mirar a las personas, de observar la realidad son más propias de un pagano que de un creyente. Algo parecido sucede con nuestra forma de tocar, de relacionarnos con los bienes que son de todos y con las personas que carecen de ellos. Y lo mismo podríamos decir de nuestros pasos, de los objetivos que queremos alcanzar en nuestro quehacer cotidiano.
Si en las comunidades y grupos hay una opción clara por seguir a Jesús y llevar adelante su proyecto: el Reino de Dios, es necesario mantener las “puertas” abiertas para que pueda entrar la vida que hay fuera y podamos sacar la que existe dentro.
El proyecto de Jesús es universal; está dirigido a todos los hombres y mujeres de la tierra y es obligación de todos llevarlo adelante. Es también un proyecto abierto, un proyecto iniciado pero no terminado. La comunión, la corresponsabilidad y la misiónno terminan dentro de la Iglesia; hemos de sacarla fuera de ella y convertirla en objetivos también en los ambientes que cada uno de nosotros vivimos.
Cuando esta tarea la realizamos con verdadero espíritu de servicio, las gentes de nuestro tiempo comprenderán por qué nuestro Dios es Padre-Madre que confía en sus hijos y por qué nuestras relaciones fraternas nos empujan a colaborar, con todo lo que somos y tenemos, en la construcción de una sociedad más justa y en la defensa de los derechos humanos de las personas y de los pueblos más desfavorecidos.
Juan Miguel Giménez Moraga
Párroco de Fuenteálamo