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24 de septiembre de 2016
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El Evangelio de este domingo nos presenta una parábola muy clara y que es muy conocida por todos: la parábola del pobre Lázaro y del rico Epulón. Nos presenta a dos personas, una es un rico del que no se dice su nombre, pero al que se le ha puesto después el nombre de Epulón (el que banqueteaba) y el otro es Lázaro.
Del rico en ningún momento se nos dice que maltratara a Lázaro, ni que lo echara a patadas, solamente lo ignora, no lo ve, no se da cuenta de su existencia. Lo importante en su vida es banquetear, vivir sólo para sí mismo y sin tener ojos para las necesidades de los demás. ¿No se parece algo a nosotros? Los únicos que sí que están atentos al pobre son los perros, ellos lamiéndole sus heridas como si fuera otro perro más, demuestran que son más compasivos que su amo. ¿No se parece Lázaro a tantos millones de hombres y mujeres que están hundidos en la miseria?
Otro detalle que llama la atención es que el rico cuando ya no está en este mundo es cuando se da cuenta del pobre Lázaro. Esto nos suele pasar mucho a nosotros cuando estamos rodeados de personas que necesitan nuestra ayuda (una palabra de ánimo, una visita a un familiar enfermo que siempre estamos demorando…) y no nos damos cuenta por muy cerca que estén de nosotros. Pero ¡ay amigo! si nosotros necesitamos a alguien, por muy lejos que esté lo vemos perfectamente.
Esta parábola no está tan lejos de nuestra realidad, por desgracia estamos rodeados de muchos “Lázaros”, ya que la desigualdad social sigue creciendo cada vez más y en ocasiones olvidamos que Dios se ha identificado totalmente con los más necesitados que hay en nuestro mundo. Esta preferencia de Dios por los pobres, nos tiene que llevar a movernos y a adquirir un compromiso y no sólo a tocar nuestros corazones.
A mi mente viene la pregunta que algunas veces me hacen mis alumnos en clase cuando me dicen: “Si Dios existe ¿por qué permite que existan en el mundo ricos y pobres?” La respuesta que les doy es que la desigualdad social que existe no es culpa de Dios, está causada por el ser humano. La ambición y el orgullo humano, han sido los que han producido esta gran desigualdad social y en los años que hemos vivido de profunda crisis económica, la brecha de separación ha sido cada vez mayor.
Si tuviéramos como guía el Evangelio de Jesús desaparecerían las desigualdades sociales. Fijémonos en las primeras comunidades cristianas que lo compartían todo, se ayudaban unos a otros y no pasaban necesidad. Sabemos que es muy fácil de decir pero muy difícil de practicar, pero iríamos por el buen camino si por lo menos nuestro propósito fuera intentar actuar no sólo con la palabra sino sobre todo con el ejemplo.
Jesús en esta parábola también viene a recordarnos que nadie puede prescindir de los demás, que todos nos necesitamos, que no podemos decir que somos hijos de Dios si no somos hermanos de los hombres. El rico de esta parábola se da cuenta de que necesita a Lázaro cuando ya es tarde. Es en esta vida que Dios nos ha regalado, cuando tenemos que dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, consolar al triste… porque cuanto más se desvive uno por los hermanos más cerca estamos de Dios.
Los cristianos deberíamos aumentar nuestro vocabulario con la palabra “redistribuir”. Esta palabra llevada a la práctica, haría que a los más desfavorecidos de nuestra sociedad no les faltara lo necesario para vivir dignamente, ya que redistribuir nos invita a ser sensibles a las necesidades de nuestros hermanos, a romper nuestras indiferencias, a luchar contra nuestro egoísmo, a saber usar los bienes de este mundo y a compartir con los demás lo que tenemos. Si todo esto lo llevamos a la práctica seguro que nuestros familiares, amigos, conocidos y desconocidos que necesitaban nuestra mano tendida y que nosotros no veíamos, llegaría un momento en que nos daríamos cuenta de ellos y podríamos ayudarlos en esta vida, ya que el momento para hacer el bien es el presente.
Pidamos a la Virgen María que al igual que ella supo estar atenta a las necesidades de los demás, que interceda por nosotros para que seamos generosos y compasivos con todos los que nos rodean y tienden su mano hacia nosotros.
José Maximiliano García Martínez
Diácono permanente de la parroquia de San Juan (Albacete)