+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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20 de septiembre de 2008
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En uno de sus preciosos libros, ese admirable testigo de la fe que pasó trece años encarcelado, el cardenal vietnamita F. J. Nguyen van Thuan, dedica un capítulo a lo que él llama “las matemáticas de Dios”. Concluye que Dios no sabe de matemáticas.
Cuando uno lee la parábola de los trabajadores contratados en distintas horas del día para trabajar en la viña siente una cierta extrañeza. ¿No es una palmaria injusticia que quienes han soportado todo el peso del día y del calor reciban lo mismo que los que sólo trabajaron una hora? No es necesario ser un experto en materia social para reconocer que la queja de los primeros está más que justificada, que debe existir una justa proporción entre el rendimiento y la recompensa.
Jesús, con esta parábola, quería enseñar otra cosa. Quería decirnos que el Reino de los cielos no podemos exigirlo en términos de justicia, sino en claves de amor y gratuidad. “¿Qué tienes que no hayas recibido?”, decía Pablo, experto en las matemáticas de Dios. La misericordia divina puede, en un instante, convertir en un santo a quien fue un gran pecador.
En la parábola aprendemos que Dios puede llamarnos a trabajar en su Reino a cualquier hora. No seamos como aquellas piadosas mujeres del chiste, que comentaban entre sí: “Ahora dicen que es posible salvarse aunque se haya tenido una vida degenerada, pero tú ten por seguro que al cielo, lo que se dice al cielo, sólo vamos a ir los de siempre”.
Podemos escuchar la llamada del Señor a cualquier hora: Dios no llama en abstracto, sino a cada uno en particular. Como dice un comentarista, puede llegar a nuestra plaza en el amanecer de la niñez, en la mañana de la adolescencia, en el mediodía de la juventud o en el atardecer de la ancianidad. En cualquier momento puede hacer del hombre viejo que somos un hombre nuevo.
La parábola seguramente hay que leerla en un contexto de polémica con los escribas y fariseos, que por sentirse miembros cualificados del pueblo elegido no entendían que Jesús acogiera a los pecadores e incluso a los paganos como ciudadanos del Reino nuevo que anunciaba por plazas y caminos. A ellos, que se sentían envalentonados, como obreros de la primera hora, los únicos que se creían con derecho a sentarse como comensales en la mesa del Reino, les recordó Jesús más de una vez que “vendrían muchos de Oriente y de Occidente que se sentarían a la mesa, mientras ellos serían echados fuera”.
Papini en un libro titulado “Los operarios de la viña” va pasando revista a una serie de personajes distintos de la Sagrada Escritura, que fueron respondiendo de diversas maneras, unos, más temprano y otros, más tarde, a la llamada de Dios. Todos contribuyeron a su modo y manera a hacer resplandecer la historia como lugar de salvación y de gracia.
Me conmueve, sobre todo, la conclusión de Papini, que responde a su propia experiencia de obrero contratado a una hora tardía: Que el hecho mismo de haber sido llamados a la viña era el mejor denario, la mejor recompensa. Eso no lo entendieron los escribas ni los fariseos, que siempre se movieron con mentalidad de jornaleros, pensando comprar a Dios con sus méritos, cuando a Dios sólo se le entiende en términos de gracia, de ternura y de misericordia.