+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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18 de octubre de 2008
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Los conflictos entre instancias políticas y religiosas no son exclusivos de nuestra época. Ya se daban también en tiempos de Jesús. El contexto histórico era entonces ciertamente explosivo. La presencia del ejército romano, que ocupaba Palestina, provocaba una resistencia creciente. Unos objetores de conciencia, los celotes, se oponían, incluso con violencia, a la ocupación e invitaban a la gente a que se negara a pagar los impuestos. Los herodianos, por el contrario, se apoyaban en el poder romano para conservar sus privilegios. Los fariseos, en fin, procuraban salvaguardar su libertad religiosa buscando, más o menos, un cierto entendimiento con las autoridades políticas.
Los fariseos, que buscaban la manera de prender a Jesús, se concertaron con los herodianos para tenderle una trampa. Lo hacen de manera insidiosa y sutil. “Maestro, nosotros sabemos que tú enseñas siempre la verdad, que eres hombre sincero que muestras el verdadero camino hacia Dios, que no te dejas influenciar por nadie, porque no haces diferencias entre la gente. Dinos: ¿Es lícito pagar tributo al Cesar, sí o no?”. La pregunta, diabólica, quemaba por los dos costados, porque, según fuera la respuesta, les daría motivos para acusar a Jesús o bien de rebelde contra Roma, o bien de enemigo del pueblo, esquilmado por el poder invasor con impuestos y cargas insoportables. La cosa no tenía vuelta de hoja. Cualquier opción que tomara, a derecha o a izquierda, le comprometía.
Jesús comienza por desenmascara la hipocresía. Pide que le muestren una moneda. Los romanos se reservaban el cuño de las monedas de plata, que llevaban grabada la cabeza de Tiberio, considerado un dios, como signo de su soberanía. ¿De quién son esa cara y esa inscripción?-, preguntó Jesús. Le respondieron: -“Del César”. Entonces añade Jesús:-“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Una contestación que se convertiría en proverbial hasta el punto de merecer figurar entre los dichos populares del diccionario Larousse. Una contestación frecuentemente mal interpretada, como si Jesús invitara a los suyos a no tomar parte en los asuntos temporales, despreciando las realidades cívicas o políticas. O bien, como si reconociera al poder político una suerte de autonomía total y absoluta.
Jesús no pretende dividir la realidad en compartimentos estancos, como si los cristianos pudieran ignorara la realidad política, como si la religión debiera encerrarse en los templos, sin pretender influir en la calle, la ciudad, la familia, las leyes…
“Dad al César lo que es del César”. En la respuesta de Jesús se invita a tener en cuenta a la autoridad establecida y a respectar sus derechos. Pero, a la vez, la contestación de Jesús introduce una distinción revolucionaria en el mundo antiguo: desacraliza la política al afirmar que el César es el César, pero que no es Dios. ¡Que el César ejerza su función! Se trata de una función humana importante, sujeta a los azares, a la complejidad de las realidades sociopolíticas, de los regímenes, sistemas e ideologías.
“Dad a Dios lo que es de Dios”. El mundo moderno sabe muy bien a qué extremos puede llevar el poder de este mundo cuando pretende erigirse en poder absoluto, suplantando al único Absoluto, a Dios. La política, por importante que sea, que lo es, pues se trata del arte de servir al bien común, no es todo. El hombre no vive sólo de pan, ni de mercados o productos. Creado a imagen de Dios, lleva la efigie divina en su ser antes de que el César imprimiera la suya sobre las monedas. Por eso el hombre merece un respeto absoluto.
A algunos les resulta tolerable la presencia de la Iglesia mientras se limite a impartir sacramentos, incluso puede manifestarse en la calle siempre que se trate de conservar tradiciones y costumbres. Hasta se valoran positivamente determinadas instituciones de Iglesia promotoras de servicios sociales, sobre todo si se presentan en sociedad como exclusivamente humanitarias, no portadoras de elementos religiosos y transcendentes.
Afirmar a un Dios trascendente, que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, dotado por tanto de un valor, una dignidad y unos derechos fundamentales, anteriores incluso a los Estados y a sus ordenamientos jurídicos positivos, puede resultar molesto, sobre todo cuando se pretende que el consenso o las decisiones de las mayorías parlamentarias sean la fuente última y exclusiva del bien y del mal, como pretenden algunos positivismos jurídicos.
Contar con Dios es la mejor garantía para el destino y respeto de aquellos que no son útiles ni rentables para la vida productiva, social o económica: los indigentes, los ancianos, los niños no nacidos o los enfermos incurables.
Los seguidores de Jesús, como ciudadanos que somos, tenemos también el derecho y el deber de hacer nuestra propia aportación a lo que entendamos que es el bien de la persona humana y de la sociedad, siempre que lo hagamos proponiendo lo que entendemos que es bueno o verdadero sin otra fuerza que la de la verdad misma. Esa es la regla de oro marcada por el Concilio Vaticano II.