Carmen Jiménez
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15 de septiembre de 2018
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En una ocasión comentando el evangelio de hoy con una amiga, me dijo que Jesús con la doble pregunta con la que comienza la narración, trataba de hacer una evaluación con sus seguidores, sobre la manera de entender el nuevo proyecto mesiánico que proponía con sus palabras, con sus obras y con su ejemplo de vida.
La realidad, por las respuestas que obtiene y a pesar de la rotundidad de la contestación de Pedro, es que estaban lejos de entender lo que propone. Su misión era completamente opuesta a la que esperaban los judíos.
Pedro se toma la libertad de decirle a Jesús lo que tiene que hacer. Y es que no termina de comprender cuál es la verdadera identidad de Jesús, cuál era su misión. No termina tampoco de comprender cuál es la verdadera identidad de un seguidor de Cristo y aquí está el meollo…
Y es que Pedro, con buena voluntad buscaba la verdad, pero tal vez la verdad que le acomodaba, la palabra Mesías le recordaba, viejas palabra de gloria y poder de triunfo social y político.
Todo esto me ha llevado a una palabreja que poco a poco se va haciendo hueco en nuestro tiempo, la posverdad. Se hablan de posverdad cuando tratamos de manipular la verdad y ponerla a nuestro servicio, desviándola a nuestra conveniencia, manipulando creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública, distorsionando o cambiando actitudes sociales, incluso con la difusión de la mentira y la difamación. O sea, el reino de la mentira, especialmente en la política y en la comunicación. En este tiempo de manipulaciones y mentiras inducidas, me parece que los católicos tenemos una tarea importante que cumplir.
La inmensa mayoría de los cristianos seguimos en la postura de Pedro. La esencia del mensaje de Jesús sigue sin ser aceptado porque nos empeñamos en comprenderlo desde nuestra raquítica racionalidad y exigimos a Dios que se ponga detrás de nosotros, que Él se convierta en nuestro seguidor manipulando así su mensaje a nuestra conveniencia para no desentonar de lo socialmente aceptable.
La Buena Noticia se convierte así en un sucedáneo y cuando esto sucede, entonces nuestra evangelización pierde el sentido profético, la fe se debilita por estar trabadas por obras estériles, evitamos retos incomodos que nos ponga en jaque, nos gana el desaliento y la esperanza se compromete.
Es el momento de tratar de ahondar en nuestra propia identidad como cristianos y volver al encuentro primero con Dios. Nuestra verdadera identidad no proviene de lo que soy o lo que he logrado, sino de lo que Dios ha hecho en mí. La identidad del cristiano, comienza por tomar conciencia de lo que soy y lo que puedo ser en Cristo, para así mostrar la Verdad, la santa de Ávila nos invita a que “Andemos en verdad delante de Dios y de las gentes”.
La crítica más repetida a la Iglesia es la falta de coherencia entre lo que dice y el testimonio que sus creyentes dan. La realidad de muchos de nosotros es que tendemos a suavizar el mensaje y acomodarlo a nuestras preferencias, sumarle todo aquello que más nos agrada y lo que está de moda, convirtiendo el cristianismo en un sincretismo religioso que no incomode, en definitiva, sin sustancia. Esta exigencia de radicalidad en el seguimiento equivale a trazar una escala de valores, impide perseguir el aplauso del mundo para dejar de ser cristianos de orilla. Jesús que encarna el ideal del ser humano querido por Dios nos puede descubrir quién es Dios y quien es el hombre.
Debemos recuperar el pensamiento crítico tan propio de nuestro ser católicos y atrevernos a ser plenamente visualizados en medio de nuestra sociedad y denunciar todas las estructuras de poder antievangélicas.
El Papa Francisco nos invita a no dejarse vencer por un “pesimismo estéril” y a ser signos de esperanza poniendo en marcha “la revolución de la ternura”. La evangelización -continúa el Papa- también implica un camino de diálogo” que abre a la Iglesia para colaborar con todas las realidades políticas, sociales, religiosas y culturales.
En este clima de desconfianza nace el deseo sincero de encontrar a alguien que haga de su vida, de sus pensamientos y de sus obras una auténtica unidad, donde no haya postureos ni apariencias. Se trata de anunciar la verdad y no de cualquier verdad sino de la verdad del Evangelio. Entonces y solo entonces, nos situaremos detrás del maestro, tomaremos nuestra cruz y la abrazaremos, no desde el sufrimiento y la resignación, sino desde la coherencia y la donación. Somos como cristianos un farol encendido en medio de un mundo confuso, apático y cambiante. Jesús nos recuerda: Yo soy la luz del mundo, la verdad os hará libres
Carmen Jiménez Tejada
Laica Carmelita