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16 de septiembre de 2017

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“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle?”

¿Cómo puede haber resonado el eco de esta frase tan conocida del Evangelio tras los últimos acontecimientos ocurridos en nuestro país? ¿Quién no se ha interrogado con palabras parecidas?… Y de inmediato surge un sentimiento de desconsuelo, repulsa e incomprensión que, a veces, puede ir acompañado de una tentación de rechazo que abarca a personas inocentes, y que está inspirado en el miedo y en un básico deseo de protección.

“¿Hasta siete veces?”

Los doctores de la ley judía afirmaban que una misma ofensa debía perdonarse hasta tres veces y Pedro, que va un poco más lejos porque cree conocer a Jesús, piensa que ha conseguido acertar con el número siete que simbolizaba la totalidad, pero de nuevo aparece la novedad del Maestro: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. También, según la tradición judía, setenta eran los descendientes de Noé, de los que surgieron las setenta naciones que poblaron el mundo, luego, en realidad, el mandato de Jesús sobre el perdón es para siempre, y abarca a todos los hombres de todos los pueblos.

Podemos rebelarnos ante esta afirmación, ¿cómo siempre? ¿qué tiene esto que ver con la justicia? ¿es que nuestro Dios no es justo? ¿cómo se olvida así del ofendido, de la víctima del pecado?

El perdón que nos enseña Jesús tiene mucho más que ver con la reconciliación que con la justicia. Es el Padre el encargado de juzgar los actos de los hombres. Él conoce en profundidad lo que habita en el corazón de cada persona: sus condicionamientos, su historia, su capacidad de arrepentimiento…

Jesús pone su acento en la reconciliación, porque ésta tiene efectos profundamente sanadores que se manifiestan en una triple dirección. Por un lado, libera del sentimiento de odio que acaba con la esperanza de felicidad en las personas, ya que el rencor llena nuestro interior de pensamientos y deseos negativos. Por otro, es hacedora de paz en la comunidad de los hombres, porque impide que se creen partidarios en favor o en contra del ofensor y del ofendido, puesto que, con el perdón, el conflicto queda resuelto y toda la sociedad se siente beneficiada. Y, finalmente, nos acerca a Dios, porque nos devuelve a esa situación primera de comunión y confianza que éste nos regaló cuando nos dio el don de la vida.

Puede que nos cuestionemos si esta posición, aun siendo ideal, constituye una utopía imposible de trasladar a la práctica. Es natural, el cristianismo nunca ha apostado por una moral de mínimos. Ser cristiano de verdad es muy difícil y exigente, porque nos obliga a asemejarnos a Cristo. Él perdonó desde el primer momento e intercedió ante Dios por sus propios verdugos. Por eso, el perdón debe ser dado lo antes posible y de corazón, intentando olvidar lo ocurrido, aunque ciertas ofensas dejen una herida muy profunda difícil de sanar.

¿Quiere esto decir entonces que debemos exponernos a ser ofendidos siempre de la misma forma por las mismas personas? También a esto se refiere Mateo en su capítulo 10 cuando reconoce que es importante tener cuidado con la gente, ya que, junto a las ovejas del Señor, hay muchos lobos (nosotros mismos podemos serlo a veces). Por eso, nos insta a ser “sagaces como serpientes y sencillos como palomas”. Sólo de esta forma podremos protegernos de los que no quieren recibir nuestro perdón, ni se arrepienten de sus ofensas. Sólo de esta forma podremos pedir a Dios que transforme sus corazones.

Y continúa el Evangelio: “Toda aquella deuda te perdoné porque me lo rogaste ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”

De nuestra capacidad de perdonar al prójimo depende también el perdón que Dios nos otorga. Dios es amor, pero no puede habitar en nosotros si albergamos odio y deseo de venganza, porque éstos constituyen el detonante del empeño por superar al otro haciendo el mal, y están íntimamente ligados a nuestra vanidad y nuestro orgullo. En esta situación, todo un Dios se detiene ante la puerta cerrada de un corazón que no quiere amar, porque si el hombre es el único ser creado que puede iniciar una relación de unión con su Creador, también, por desgracia, es el único que puede rechazarle y separarse de Él.

Otras veces, en cambio, somos nosotros los que no sabemos ver las llagas que dejamos a nuestro paso en los demás. Si las imperfecciones son las nuestras, nos parecen lo normal, por ello, para dar o recibir el perdón necesitamos la fuerza de la Gracia.

En conclusión, que el perdón así entendido, junto con el amor a los enemigos, configuran las señas de identidad del cristianismo, su rasgo distintivo, y la misericordia de Dios, el bálsamo ideal para las viejas heridas de nuestros pecados, la fuente de la que mana la luz, el amor y la ternura en nuestras vidas. De ahí, el mensaje que el Señor dio a Santa María Faustina Kowalska, Apóstol de la Divina Misericordia: “Di a todas las personas, hija mía, que yo soy el Amor y la Misericordia misma. Cuando un alma se acerca a mí con confianza la lleno de tal abundancia de gracias que no puede contenerlas dentro de sí, sino que las irradia a otras almas”.

Natalia Cantos Padilla
Voluntaria de AIC, “Luisas de Marillac”