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27 de agosto de 2016

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Desde hace varios domingos, venimos siguiendo en el evangelio de Lucas la subida de Jesús a Jerusalén. Dice san Lucas que: “Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén.” Desde entonces, domingo a domingo, las lecturas del evangelio nos han ido hablando del Reino de Dios y de cómo hemos de acogerlo. Las parábolas que el Señor nos cuenta nos piden mirar atentamente a la realidad que nos rodea para comprometernos con ella y cambiarla, desde la novedad que nos traen sus palabras.

Hoy Jesús aparece como maestro de sabiduría. Es sábado el día en que Jesús se dirige a los invitados del fariseo en cuya casa va a comer, él es maestro sabio que viene a enseñarles. El escenario que escoge Jesús para ilustrarnos es bien conocido, un banquete, y en él el comportamiento de los invitados es descrito con mirada atenta y hasta mordaz. Algunas costumbres han cambiado poco con los tiempos; y los tiempos de cuidar al detalle las apariencias, el qué dirán o la imagen que los otros tengan de uno mismo, siguen vigentes. Nadie quiere salir mal en la foto o quedarse descolocado cuando se repartan los privilegios. Hemos cambiado poco desde el tiempo de Jesús, sus parábolas son de rabiosa actualidad.

El evangelio de hoy nos trae dos ideas a consideración: la importancia de la humildad y la caridad. El libro del Eclesiástico nos dice que la humildad es una virtud propia de “quienes alcanzan el favor de Dios” y Jesús nos dice que “todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. ¿Por qué debemos humillarnos? ¿Por qué no tenemos derecho a crecer en autoestima, o a buscar el éxito y el reconocimiento? ¿Es acaso Jesús enemigo del hombre?

Una lectura precipitada o cargada de prejuicios puede hacernos creer que lo cristiano es enemigo de lo humano, o que otra vez Dios aparece para recortar las libertades del hombre, pero la intención del Señor es invitarnos a buscar la autenticidad de nosotros mismos, huyendo de las apariencias que, tan a menudo, convierten nuestra existencia en un feria (¿o un calvario?) de la vanidades, donde no se es sino lo que las conveniencias imponen. Claro que necesitamos el reconocimiento y la autoestima, pero no por la vía de mendigar el aplauso social, sino por la de andar en la verdad de lo que somos: no somos fachada y no debemos vivir de la palmada en el hombro, que tantas veces acaba en puñalada. Humildad, sí, de la conciencia de nuestras fuerzas, muchas o pocas, que están para ser puestas al servicio de los otros, del reconocimiento de nuestra pequeñez y limitación, pero, al mismo tiempo, de nuestra capacidad para crecer y conseguir lo increíble, porque nos sentimos, nada menos, que hijos de Dios.

La segunda idea de evangelio de este domingo, nos mete de lleno en la caridad. El sistema de intercambio que ha acompañado al hombre desde sus inicios, “te doy para que me des”, se hace añicos  al oír la propuesta de Jesús: te doy para que no me lo devuelvas, o más exigente si cabe, te doy porque no me lo puedes devolver. Sólo desde la conciencia de gratuidad de quien se siente agraciado por Dios se puede entender y atender la propuesta de Jesús. Nos recuerda aquel pasaje, también de Lucas, de la pecadora arrepentida que enjugaba con sus cabellos los pies del Señor: al que mucho se le perdona, ama mucho; a quien poco, ama poco. Ese círculo de hierro del te doy y tú me das del intercambio, sólo lo puede romper quien sabe que lo que tiene, poco o mucho, lo ha recibido de Dios, y por eso no tiene reparo en compartirlo. Sólo la certeza de haber recibido primero, produce el milagro de quebrar nuestro egoísmo. “Gratis habéis recibido, dad gratis.”, nos dice Jesús.

La gratitud, el deseo de servicio, la generosidad, no nacen de una transacción comercial, sino de la convicción profunda y sincera de haber recibido de Dios el regalo de su amor y su misericordia, sin los que es imposible compartir nada con los que no pueden pagarnos.

José Lozano Requena
Diácono Permanente de Caudete