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2 de septiembre de 2017
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Para la gran mayoría de las personas se han terminado o están a punto de terminarse las vacaciones. Los meses de julio y agosto da la impresión que han transcurrido demasiado deprisa. Y estamos aquí, a punto de comenzar la Feria de Albacete en honor a la Santísima Virgen de los Llanos, y todo lo que ello implica: fiesta, alegría, diversión…Y como anticipo, la liturgia de la Iglesia nos trae unas lecturas que no parecen ser las más estimulantes: nos hablan de cargar con la cruz, de negarse a uno mismo y de ser capaz de perder la vida, como único camino para encontrarla.
En los Evangelios es sorprendente el llamado “secreto mesiánico”, tema central del Evangelio de San Marcos, pero que también lo recoge San Mateo, al que estamos leyendo este año. Jesús repite muy a menudo, después de curar a alguien, que ni los discípulos ni la persona curada deben decir lo que Jesús ha hecho o quién es Jesús. Y esto nos resulta extraño y desconcertante.
La explicación es clara: Jesús tropezó en su predicación continuamente con la misma dificultad. Sus contemporáneos esperaban un Mesías nacionalista, que iba a engrandecer al pueblo judío sobre los países rivales. Esperaban el “juicio de Dios”, que iba a proclamar el triunfo de Israel y el castigo de los pueblos vecinos. Esta fue la gran tentación de Jesús, tal como aparece en el relato de las tentaciones en el monte: un mesianismo triunfante, de dominar todos los reinos de la tierra, de convertir piedras en panes y dejarse caer espectacularmente sobre el alero del templo.
Es llamativo el contraste entre el Evangelio de hoy y el del domingo pasado, que sin embargo están en continuidad. Jesús felicitaba a Pedro, el domingo pasado, llamándolo “Bienaventurado” por haberle dicho a Jesús que era el Mesías, el Hijo de Dios vivo; hoy sin embargo sale de los labios de Jesús el reproche más duro de todo el Evangelio, dirigido contra el mismo Pedro: “¡Ponte detrás de mí, Satanás!”.
El domingo pasado Jesús llamó a Pedro “Bienaventurado”, pero Pedro hoy, al escuchar a Jesús que les estaba hablando de que tenía que padecer, y que tenía que ser ejecutado, como buen amigo y con ánimo de quitarle la idea de la cabeza Pedro le increpó: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte”.
El reproche tan grande que hizo Jesús, no sólo iba dirigido a Pedro, y hoy a todos nosotros, sino que también se los estaba haciendo así mismo Jesús, a su lucha continua contra un mesianismo de triunfo y apariencias.
Jesús se dice así mismo: “Si quiero salvar mi vida, la tengo que perder y si la entrego la encontraré. ¿De qué me sirve ganar el mundo entero, el que me prometía Satanás en el monte de las tentaciones, si arruino mi vida?”
El Reino de Dios que Jesús nos trae no es el del éxito y del triunfo. Jesús lo expresa con imágenes sencillas, como el grano de mostaza y la levadura, que nos hablan de un crecimiento lento, progresivo, que se realiza en el corazón del ser humano. El reino de Dios es el del grano de trigo, que tiene que pasar por la destrucción y la muerte para llegar a la vida. Por eso Jesús anuncia su pasión y su muerte ante la sorpresa y el escándalo de Pedro.
El Padre que está en el cielo le había revelado a Pedro quién era Jesús, pero aún no le había revelado que “era necesario” que el triunfo de Cristo pasase a través del sufrimiento y del fracaso; Pedro todavía no había comprendido la gran contradicción cristiana: que hay que perder la vida para así recuperarla o ganarla.
Este mensaje de Jesús fue duro de aceptar por sus antepasados; pero hoy nos sigue costando aceptarlo de forma especial. Nuestra civilización del consumo nos empuja a satisfacer inmediatamente cada deseo. Lo que signifique renuncia aparece como un absurdo en nuestra sociedad de consumo. Lo que no se rija por el placer, por el rendimiento, por la productividad, parece carecer de sentido en nuestro mundo.
Todos buscamos el rendimiento rápido e inmediato. Nos cuesta mucho asumir los crecimientos lentos, como los del grano de trigo o de la semilla de mostaza.
Seguir con la cruz a Cristo, no se trata de entrar en el camino del dolor por el dolor. Se trata de aceptar la vida misma con sus alegrías e ilusiones, pero también con sus exigencias y sus renuncias. Se trata de afirmar que merece la pena vivir así: que no salva su vida el que se preocupa únicamente de sí mismo. Es el que sabe entregar su vida, el que sabe esperar, el que cree en el valor de la renuncia y el sacrificio por amor, el que está salvando realmente su vida.
A punto de dar comienzo la Feria en honor a la Virgen, es el momento de convencernos de que merece la pena el camino de Jesús, de que hay que saber esperar, como lo hizo María, de que necesitamos discernir para saber encontrar los verdaderos valores, que son la voluntad de Dios sobre mí.
Marino Carcelén Gandía
Párroco de San Martín de La Gineta