+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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30 de agosto de 2008
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La página del evangelio de este domingo va unida a la del domingo pasado. Pedro, en nombre de “los doce,” había confesado a Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Jesús, como respuesta, ha dado a Simón el nombre de Pedro, ha prometido hacerle “piedra”, fundamento de su Iglesia.
El texto de hoy nos hace ver que la confesión de fe de Pedro necesitaba ser purificada de todo triunfalismo.
«A partir de ese momento, Jesús comenzó a manifestar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén…”. Les habló sin rodeos de lo que allí le esperaba, de la pasión y la muerte que iba a sufrir. No hacía falta ser profeta para adivinarlo. El olor a tragedia se cortaba en el aire. Había visto Jesús crecer el odio de las autoridades religiosas e incluso el abandono de muchos ante sus enseñanzas y signos. Pero la suya era una decisión madurada día tras día, semana tras semana, en sus largos ratos de oración.
Pero que nadie piense en un Jesús insensible al dolor y al riesgo. En algún momento le veremos abrumado por lo que se avecina, incluso pedirá al Padre, temblando de miedo, que si es posible le libre de aquel trago: “Aparta de mi este cáliz”. Sin embargo, tiene claro que esa pasión dolorosa forma parte de su vocación.
“Tomándole Pedro a parte se puso a reprenderle diciendo: -“¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!”. Pero Jesús, volviéndose, dijo a Pedro: -“¡Quítate de mi vista, Satanás!”. ¡Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!”. Es como si la intervención de Pedro hubiera hecho revivir en el alma de Jesús las tentaciones del desierto: usar sus poderes para escapar de la menesterosidad humana emprendiendo un camino de mesianismo triunfal.
El texto nos hace adivinar la fuente que le permite a Jesús superar sus pruebas, incluso las más amargas. Su corazón vivía siempre orientado a la voluntad del Padre, que, frecuentemente, ve las cosas de manera diferente a nosotros.
Trascender el punto de vista humano para adoptar el punto de vista de Dios no era fácil entonces, ni lo es hoy. Todo lo que sobrepase lo que nosotros estimamos razonable no es fácilmente admitido en nuestra cultura. No aceptamos que Dios sea Dios; queremos que se pliegue a nuestros pensamientos haciéndole a nuestra medida y talla.
Nuestra cultura nos habla de placer, de libertad… “Yo quiero vivir mi vida”, decimos. Jesús cuenta con otra lógica, la de la cruz, que es la lógica del amor.
Bastaría evocar situaciones dolorosas en que el amor está en juego para ver que el amor cuesta caro, que no se ofrece a precio de saldo: Perdonar a un enemigo, confesarse creyente en un ambiente de increencia, amar fielmente en un contexto de permisividad, compartir cuando todo nos invita a atesorar, mantener la honradez cuando las reglas económicas o políticas están guiadas por el interés, donde el grande abusa del débil,… supone un precio alto.
No se trata de actitudes masoquistas. Jesús no nos pide amar el sufrimiento o la renuncia, sino amar hasta el fondo, vivir en verdad, ser fiel a lo esencial como camino de felicidad. Diseña a nuestra vista “una tierra nueva y un cielo nuevo”, pero no promete escamotearnos las dificultades, ni evitarnos los esfuerzos, ni hacer que nos tengan por necios e insensatos. Lo que si nos promete es “su gracia”. Eso es lo que le dijo a Pablo cuando le pedía que el librara de aquella cadena interior que le esclavizaba: “Te basta con mi gracia”.
Apostar por la cruz en un mundo dionisiaco es ir contra corriente. Pero sería un vuelco que lo cambiaría todo, empezando por el corazón de cada uno.