+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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16 de agosto de 2008

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En el evangelio hay textos, que, a primera vista, resultan desconcertantes, casi escandalosos. Eso sucede con el episodio de este domingo. Veámoslo.

Jesús se ha adentrado en los territorios de Tiro y de Sidón, hoy pertenecientes al Líbano, entonces habitados por paganos. Una mujer Cananea, a la que seguramente habían llegado noticias de la multiplicación de los panes, ocurrida poco antes en tierra de Israel, aunque no lejos de allí, se acerca gritando y suplicando -“Señor, ten piedad de mi. Mi hija se encuentra cruelmente atormentada por el demonio”. (Era frecuente que en aquellas culturas precientíficas cualquier enfermedad desconocida se atribuyera a fuerzas misteriosas). Jesús, como si tuviera un corazón de piedra, da la impresión de no prestarle atención. Hasta los discípulos parecen más sensibles, no sabemos si por verdadera compasión o porque les resultara molesto la compañía de quien se desgañitaba suplicando ayuda. “Atiéndela- le dice, ¿no ves cómo grita?”. Jesús, cada vez más duro, responde: -“Sólo he sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel”.

Si cualquiera de nosotros hubiéramos asistido al espectáculo seguro que nos habríamos escandalizado al ver cómo trataba a esta mujer aquél que se hacía pasar por amigo de pobres y afligidos. La Cananea no se desanima, se acerca más y se echa a los pies de Jesús insistiendo una y otra vez: -“Señor, te lo ruego, ayúdame”. La respuesta de Jesús va a ser ahora de una crueldad absoluta: -“No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. (“Hijos” eran los descendientes de Abraham; “perros”, el mote despectivo con que los judíos se referían a los paganos. Sabemos, tristemente, que en nuestra España medieval cristiana así se referían también a los judíos. Todavía he encontrado en alguno de nuestros pueblos la denominación popular de “Callejón de los perros” a lo que otrora era acceso a la aljama judía).

Cualquiera en esas circunstancias se habría alejado echando improperios. La Cananea no, auque se lo ponen cada vez más difícil.

Me encanta la explicación que da el P. Cantalamesa, un buen conocedor de Jesús y del evangelio. Es como una competición en que la mujer se crece ante cada nueva subida del listón. Así sucede en el camino de la fe. Cuando Dios lo pide todo, reclama una confianza absoluta. San Juan de la Cruz, experto en escaladas espirituales por montañas escarpadas, sabía que sólo podemos gozar todo del Todo, cuando somos capaces de renunciar del todo a todo. Entonces brilla la absoluta confianza, somos realmente libres.

La Cananea va dar el salto de la fe, el que nos constituye en los verdaderos hijos de Abraham, el padre de los que creen. Ser creyente es más que pertenecer étnicamente a un pueblo, aunque éste lleve el nombre de “pueblo elegido”.

Ese salto es el que buscaba Jesús en aquella buena mujer. Un salto que en este caso resulta conmovedor por la confianza y humildad con que la mujer se sitúa ante Jesús, por el amor que denota por su hijita: “Tienes razón, Señor, pero también los perritos se alimentan de las migajas que caen de la mesa de sus dueños”.

Uno se imagina a Jesús como a esos admiradores del atleta, que están hasta con la respiración contenida, para saltar de alegría cuando aquél ha superado “el más difícil todavía”. Dice el evangelio que, ante la repuesta de la Cananea, “Jesús exclamó.: –Mujer, qué grande es tu fe. Que se cumpa lo que deseas”, Y añade el evangelio: “Desde aquel momento, su hija quedó totalmente curada”.

El milagro más grande, en este caso, no fue la curación de la hija, sino el que produjo en el corazón de la madre, la primera creyente proveniente del paganismo.

Una de las causas mas profundas de sufrimiento para un creyente es el aparente silencio de Dios ante nuestras plegarias. Ahora sabemos qué pasaba en el alma de Jesús para actuar de aquel modo. Dios escucha incluso cuando parece no escuchar. Haciéndose de rogar, nunca mejor dicho, hace crecer nuestro deseo, nos ayuda a pasar de lo pequeño a lo grande, de lo material a lo espiritual, de lo temporal a lo eterno. La Cananea será ya para siempre maestra de oración.

Un gran admirador de la Cananea fue san Agustín. Quizá le recordaba a su madre Mónica. También ella había rogado durante años y años, incombustible al desaliento, por el hijo. Al final lo vio no sólo convertido, sino obispo santo y maestro de fe.

Lo de la Cananea “tiene miga”.