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15 de agosto de 2015
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En el pasaje del evangelio de hoy, nos encontramos con el conocido como discurso del «pan de vida ». Jesús anuncia en este discurso el sacramento de la Eucaristía, verdadera presencia del Señor en medio de los hombres. La Eucaristía, por ser el sacramento de la presencia del Señor, es el centro de la vida de la Iglesia, quien cree que en él se encuentra verdaderamente a Cristo, Dios y hombre verdadero. Cuando Jesús pronunció las palabras que recoge hoy el evangelio, muchos se escandalizaron y se marcharon abandonándolo. Eran palabras demasiado duras para unos oídos hechos a la materialidad que se puede tocar y sentir. Pero no rebajó el nivel del mensaje, al contrario. Y la Iglesia, fiel a Jesús, continúa anunciando y viviendo esta presencia sacramental de su Señor, que ha sido llamada sacramento del amor. En verdad Dios que es Amor, como el mismo San Juan recoge en otro de sus escritos, nos hace partícipes de ese Amor que es Él en este sacramento. Es un amor que salta hasta la vida eterna, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.
La cercanía del Señor en este sacramento, la posibilidad real de permanecer a su lado, nos hace caminar en otra dimensión, una dimensión de eternidad. Es un pedazo de Cielo entre nosotros. Pero no es cierto que este sacramento nos saque de este mundo hasta el punto de abstraernos de la realidad cotidiana. Jesús se ha hecho presente a través de la materialidad del pan y el vino. De este modo eleva la materia y le da un sentido último que está en consonancia con el sentido de nuestra vida. Dios nos ha puesto en el mundo para llegar a Él a través de las cosas del mundo. Así lo afirma el Papa Francisco en su última encíclica: “En la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. La gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él.” (Laudato si n. 236).
No es Dios alguien ajeno a los hombres, sino Aquel que podemos encontrar en nuestro propio mundo, en los sacramentos, en la naturaleza y en el prójimo, sobre todo en el prójimo, que como yo, ha sido creado a imagen y semejanza suya. Dios mismo se ha encarnado para hacerse cercano y entregársenos a los hombres. Nos pertenece, porque se nos ha dado como don. El discípulo está llamado a identificarse con Cristo –“el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”–, en una íntima comunión de amor que le lleva a hacerle presente en medio de los hombres. Cristo es don para la humanidad, el discípulo está llamado a ser don de Cristo para la humanidad. La prolongación necesaria de la Eucaristía es el amor a los demás, que lleva a salir de uno mismo, a dejar de ser el centro de uno mismo. El encuentro con Cristo conlleva encontrar el sentido de la propia vida y el hallazgo de la verdadera alegría: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium n.1). Y la verdadera alegría, la que nace del encuentro con Jesús conlleva el don de sí mismo al prójimo, de manera especial al necesitado, al más indigente, en el cuerpo o en el espíritu, o en ambos. La Eucaristía conlleva salir de sí mismo y compartir el don de Dios con los demás. Lo contrario, el buscarse a sí mismo, el vivir para sí mismo es fuente de tristeza y desamor: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien.”(Evangelii Gaudium n.2)
Antonio Abellán Navarro
Canciller- Secretario General del Obispado de Albacete