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13 de agosto de 2016

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Este texto de Lucas resulta, a primera vista, un poco desconcertante y difícil de interpretar. ¿Por qué Jesús ha venido a prender la tierra? ¿Qué tipo de fuego es el que viene a arrojar sobre ella? ¿Cómo es que no trae la paz, sino la división? ¿No es anunciado ya por Isaías como el “Príncipe de la paz”?

Si nos acercamos al simbolismo del fuego, éste se puede describir como un elemento que parece tener vida propia: ilumina, calienta, quema, purifica, contagia, se mueve… 

En las  Escrituras se le asignan varios significados. En un primer sentido, expresa la presencia de Dios. Pensemos, por ejemplo, en Moisés, cuando se ve atraído por una zarza ardiente que no se consume. Dios se le manifiesta a través de esta imagen y le encarga una gran misión. Es significativo, en el mismo relato, el hecho de que el fuego de la presencia de Dios no destruye, aunque sí impacta fuertemente, invita a una misión y otorga la fuerza para cumplirla. Recordemos igualmente el día de Pentecostés, las lenguas de fuego que se posan sobre los apóstoles simbolizan la venida del Espíritu Santo, la concesión de numerosos carismas, en definitiva, la fuerza necesaria para la misión evangelizadora.

En cualquier ejemplo, nada es igual antes y después del encuentro con Dios, porque el fuego del Espíritu prende el amor en el interior de la persona y, como tiene vida propia, si no encuentra obstáculos, crece y la moldea, conformándola según el modelo de Cristo. En efecto, como decía San Agustín, es imposible conocer a Dios y no amarle, amarle y no seguirle. También la persona habitada por el Espíritu se siente amada, acompañada y guiada, sabe cuál es su meta y esto da sentido a su vida. De esta forma, se convierte en una tea capaz de prender el amor en los demás, porque el fuego que trae Jesús es contagioso.

Sin embargo, muchos son los antídotos que aplicamos contra el fuego del Espíritu e impiden que seamos alcanzados por Dios: la pereza, el egoísmo, la soberbia, el resentimiento, la indiferencia, las prisas, el apego a las cosas materiales… Todos ellos, en mayor o menor medida, hacen de cortafuegos y enfrían el corazón. Es por eso que en el mismo momento en que el hombre se complace consigo mismo, su interior se hiela.

Otro caso es el de “los tibios”, de los que la Escritura dice que serán vomitados por Dios por no ser ni fríos ni calientes. Esto es así porque Dios no es neutro ni tibio, sino positivo y ardiente, porque es amor. La tibieza es fruto muchas veces de una división interior en la persona que, por una parte, advierte la belleza y la verdad del mensaje de Cristo, pero, por otra, lo rechaza por su nivel de exigencia. El mismo Jesús advierte la dificultad de la misión que ha de cumplir por amor al Padre y a los hombres: “Tengo que pasar por la prueba de un bautismo, y estoy angustiado hasta que se cumpla”.

También se observa otro significado de fuego en la Biblia, esta vez relacionado con el juicio del final de los tiempos. En este caso, el fuego es diferente porque lleva a la muerte definitiva. En efecto, cuando el hombre se considera impasible frente al fuego, lo pisotea y pasa por encima de él, se quema. Este es el destino de las personas que se hacen inmunes al amor, inmunes a Dios. En consecuencia, nadie puede mantenerse permanentemente al margen del fuego, porque siempre transforma, si no te purifica, te abrasa.

Todo lo anterior nos enseña que otra característica del fuego del que habla Jesús es que, por su propia naturaleza, alberga un germen de división. En efecto, un cristiano sincero ama hasta ser incomprendido por el egoísmo del mundo y vive en un estado de resistencia y de lucha por defender el amor. Así es como se cumple la bienaventuranza proclamada por Jesús: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa”.

Jesús reclama un seguimiento incondicional, incluso por encima de los lazos de la sangre, y los primeros cristianos se ven rechazados dentro de sus familias. También en nuestra sociedad el cristiano sigue viviendo bajo un signo de contradicción, incluso dentro de su propia familia, aunque por razones inversas, en la Iglesia primitiva la causa estaba en las numerosas conversiones y, en la actualidad, en la progresiva descristianización, porque el mundo desarrollado ha levantado grandes diques de contención frente al fuego del Espíritu y se ha convertido en un lugar necesitado de misión.

En resumen, la clave no está en sustituir el fuego sagrado por un falso fuego profano, sino en mantener siempre viva la llama que prendió Jesús mientras hacemos de nuestra vida un culto agradable a Dios ¡No extingamos el Espíritu!

Natalia Cantos Padilla