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16 de agosto de 2014
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El evangelio de este domingo nos muestra a Jesús que sale hacia las afueras, hacia las periferias…, periferias no sólo las geográficas de su ámbito corriente, sino las periferias de costumbres y culturas, otras maneras de ver y comprender a los otros, las periferias de lo que nos hemos acostumbrado a vivir como lo normal y lo mejor, las periferias de la fe y de la oración…
Si como Jesús optamos por este riesgo podremos vernos en más de una ocasión abrumados por un conflicto similar al del Evangelio de hoy. Jesús como quien no quiere la cosa se hace el encontradizo con una mujer cananea en serios apuros, ¿quién sale al encuentro de quién?…
Una mujer, cananea nos dice el Evangelio, sale al encuentro de Jesús, se acerca a Jesús. Con el término “cananeo” se designaba en el antiguo testamento a los pueblos paganos adoradores de falsos ídolos y costumbres perversas, a los que Dios expulsó de la tierra prometida para dársela a su pueblo, a la vez con la seria advertencia de que no se contaminasen con ellos. Paradojas de la vida, ahora los suyos rechazan a Jesús en su tierra y una cananea lo busca de forma desesperada…
Y acercándose a Jesús se contenta con decirle: “¡Ten piedad de mí!” sus gritos y sollozos convocan a los espectadores, es una madre que desde la compasión suplica a favor de su hija gravemente atormentada, hace tiempo que ya no la comprende, que no es capaz de reconocer su alma en sus gestos y que ni se atreve a traerla a la presencia del Señor.
La actitud de Jesús resulta irreconocible: ni palabra, pasa de largo, desanima, ignora, excluye, es humillante o como diríamos hoy, inapropiada, sin corazón. Hasta los discípulos están perplejos, sienten entre vergüenza, tristeza, incluso algo de compasión, hasta el punto que le piden a Jesús un poco de atención (para salir del paso). Detrás una mujer herida en lo más profundo, en su hija, que no cesa de gritar, de reconocer en Jesús al Mesías.
La mujer permanece en su empeño, no se da por vencida, ni calla, ni se retira, ni afloja en su fervor, al contrario insiste con más ahínco. ¿Hacemos eso nosotros? Pronto nos damos por vencidos precisamente cuándo más debiéramos insistir. ¿A quién no hubiera desanimado la Palabra del Señor o su silencio? Pero ella no se desconcertó, aún cuando sus intercesores nada podían hacer, ella lo arriesgó todo.
A más súplica con más fuerza es rechazada, a los israelitas que tantas veces se han alejado de Dios, Jesús los llama hijos y a ella cachorrillo ¿qué más puede hacer? Parafraseando las palabras del mismo Jesús hace de ellas su victoria.”Eso es cierto, Señor, pero también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Por eso prorrogó tanto Jesús la gracia, para hacer patente la gran virtud de esta mujer, descubrir el tesoro escondido en su alma.
Jesús apremia la fe de la mujer (al contrario que el pasado domingo, donde Jesús echa en cara a sus discípulos su falta de fe) y que suceda lo que pides. No es un mero elogio sino que indica la fuerza la fe.
Esta historia es sorprendente. Es el único caso en todo el Evangelio en que Jesús se deja convencer por los argumentos de otro, y este otro es mujer y cananea, una mujer que no pertenece al pueblo de Israel.
Las pruebas más difíciles, incomprensibles, nos vienen del mismo Dios. Es el camino del sufrimiento, de la cruz. El hombre religioso, con todo, camina seguro en este camino oscuro de la vida merced a la firmeza de la fe en Dios Padre que labra el camino de los suyos, donde la cruz desemboca en resurrección. Creyendo en Cristo es como el creyente sacia su hambre y su sed y se participa de la vida eterna, a la que un día seremos resucitados por Él. Esta actitud de fe es la que salva por encima de toda clase de exclusivismos, como a la mujer cananea.
El evangelio ha conservado este testimonio de fe inquebrantable ante el cual, generación tras generación, los cristianos tendremos oportunidad de contrastarnos e interrogarnos: ¿somos perseverantes en la fe y en la oración? ¿Dónde y quiénes son capaces de aferrarse solamente y por encima de todo al Señor? ¿Por qué abandonamos la oración y en consecuencia la fe? Y como comunidad: ¿Nos estimula el ejemplo edificante de los que no son de los nuestros? ¿Apresuramos, hacemos presente con nuestra cercanía a ese Jesús que se deja doblegar por la fe de los sencillos?…
Este es el riesgo que corren los cristianos y la Iglesia, que sigue acompañando al Señor, y hace madurar nuestra Fe.
Fernando Munera Gómez
Párroco de San Pedro