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17 de agosto de 2019
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El Evangelio de hoy es una verdadera provocación. Quien se atreva a leerlo o escucharlo proclamado sentirá cómo se le despiertan sentimientos, dudas, retos… El encuentro personal con Cristo está llamado a provocar fuego, pasión. Uno de los discípulos de Emaús lo ha dejado expresado muy bellamente: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las escrituras?” (Lucas 24, 32). La celebración de la Eucaristía de cada domingo es una nueva oportunidad de vivir personal y comunitariamente esa misma experiencia de pasión y ardor. Así han comprendido y vivido el pasaje del Evangelio de este domingo los santos de entonces y de hoy. En Cristo el deseo de cumplir la voluntad del Buen Padre Dios es una quemazón: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros…” (Lc 22, 15). Precisamente el “nuevo ardor” es una de las características de lo que San Juan Pablo II llamó la nueva evangelización, en contraste con la pasividad o a veces aburrimiento con los que, en ocasiones, parecemos vivir los cristianos nuestra fe. En el ambiente de festivo y vacacional que se respira a nuestro alrededor hoy se nos ofrece una nueva oportunidad de entusiasmarnos al sabernos unidos por el Bautismo a la misión de Cristo. La pasión por el Reino de Dios no es frecuentemente bien recibida en nuestra cultura actual que ha sido llamada “líquida”. Las convicciones firmes, especialmente en lo que a la religión se refiere, despiertan sospechas de fundamentalismo. Con mucha frecuencia me viene a la memoria una célebre frase atribuida a Marx (Groucho, el de los hermanos Marx): “estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”.
Pero la pasión por el Evangelio no puede esconderse. “No se enciende una lámpara y la pone en un lugar oculto…” (Lc 11, 33). La segunda parte del Evangelio de hoy no es fácilmente comprensible. Jesús ha muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice que ha venido a traer la «división»? “Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones. Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en «instrumentos de su paz», según la célebre expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien y pagando personalmente el precio que esto implica” (Benedicto XVI).
Cuando los padres del Concilio Vaticano II quisieron describir los rasgos que permitan identificar como verdadera la Iglesia de Cristo se fijaron especialmente en dos: pobreza y persecución. En efecto, pese al mensaje de paz y fraternidad del Evangelio, los cristianos de todos los tiempos han tenido que sufrir, y aún hoy sufren, la persecución en todas sus formas. Quizás porque ante la persona de Jesucristo no cabe neutralidad: “El que no está conmigo está contra mi” (Lc 11,23). Todo el que entra en relación con Jesucristo, que no es una idea ni un conjunto de pensamientos, se ve apremiado a tomar libremente una postura puesto que recibe una invitación personal a seguirlo y a formar parte de su comunidad que es la Iglesia.
Como cada domingo sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad. Un cristiano que viva unido a Jesús no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su reino. Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26) (Francisco, Evangelii gaudium 280).
Julián Ros Córcoles
Vicario General de la Diócesis de Albacete