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3 de agosto de 2019

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Nos encontramos este domingo con un Evangelio que podemos considerar una enseñanza universal, no meramente cristiana, y que en versión más castiza llamamos “el cuento de la lechera”. Se trata de una de las enseñanzas más atemporales de Jesús, que proclama también de una manera nueva en la primera de las Bienaventuranzas: dichosos los pobres en el espíritu… 

Es una predicación siempre actual, siempre válida, porque la tentación del ser humano de entregarle su corazón a las cosas materiales, poniendo las posesiones por encima y por delante de las personas, es una tentación igualmente atemporal.

La legítima aspiración humana de contar con cierta tranquilidad en el disfrute de los recursos materiales, a menudo se convierte rápido y casi de modo desapercibido en una obsesión que, paradójicamente, buscando la tranquilidad acaba por arrebatarnos la paz.

Todos conocemos la moraleja. Todos, alguna vez, mirando al futuro (es más fácil verlo en la realidad de otras personas) hemos pensado “para qué tanto, si al final no se lo va a llevar”. Como ha expresado con mucha gracia en alguna ocasión el Papa Francisco, todavía no hemos visto nunca ningún camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre. 

Darle el corazón a las riquezas, poner nuestra ilusión en el tener cada vez más y mejor, y seguir acumulando, puede despertar en nosotros un apetito, una avidez, que nunca se sacia, para desesperación de quien sucumbe a esa tentación constante: un móvil más actualizado, un coche de más alta gama, una casa más amplia en la que meter más cosas, que no sabemos si necesitaremos, pero que tenemos “por si acaso”. 

Llevamos nuestra vida de por-si-acasos y la vaciamos de contenido y de sentido. Del contenido que merece la pena y que da autenticidad y verdadero sentido a nuestra existencia: estamos en esta tierra no para tener sino para ser; no para consumir productos, experiencias y relaciones, sino para disfrutar de la sencillez de un corazón sincero; no para acumular sino para entregar, para vivir desprendida y generosamente, para dar la vida por los demás (palabras hermosas que se concretan más fácilmente de lo que pensamos en las acciones y gestos que jalonan de la ternura de Dios la existencia propia y la de los más cercanos -los prójimos-). 

Resulta curiosa la petición, muy interesada, que hace uno de los presentes a Jesús en la escena evangélica que contemplamos, cuando quiere ponerle de juez entre él y su hermano para el reparto de la herencia. Es la petición que sirve de base a Cristo para desarrollar su discurso sucesivo sobre las riquezas. Es curiosa, decimos, porque en realidad es una pregunta que no espera respuesta, una petición que lo único que busca es reafirmarse en su postura. Y es que esa otra faceta de este evangelio nos puede servir como llamada de atención ante las ocasiones en las que recurrimos a lo religioso para justificarnos ante nosotros mismos y ante los demás. 

Vayamos a los fundamentos de la Fe. El primer mandato de Dios a su Pueblo (antes que cualquier otro) es “shemá, Israel”, ¡escucha! Nuestra actitud ante la vida puede ser la de quien se enfrenta a ella con espíritu abierto, con capacidad de escucha, con ganas de aprender y con ánimo de dejarse interpelar por las circunstancias de cada día, y en ellas buscar la verdad de Dios para la propia vida; o la de quien, como ese hombre, utiliza el hecho religioso para, en realidad, hacer e imponer su propia voluntad, declarando injusto lo que pueda ir en su contra, o que pueda perjudicar sus intereses particulares. Cristo opta por permanecer ajeno a esa disputa que solo puede tener como resultado la división, la confrontación. La propuesta cristiana no pone barreras ni ve en el otro a alguien que pueda amenazar mi estatus, mi bienestar. El plan de vida de Jesucristo exige la unidad y la actitud generosa que construyen la verdadera comunión. Los pobres en el espíritu, los que atesoran un tesoro para la vida eterna, viven libres de recelos cuando se relacionan con sus hermanos. 

El hombre no es un lobo para el hombre, como nos empeñamos en hacer pensar cada vez que anteponemos las posesiones a las personas. Ante ese modo de pensar, claro está, el prójimo es un rival que amenaza mi situación de confort. Muy diferente será la experiencia de quien vive con tranquilidad su relación con lo material, quien usa de las cosas colocándolas en su justa medida, nunca por encima del bien de las personas. El desprendimiento, se tengan más medios o menos, es una actitud que se aprende, como tantas, con la práctica. Y ante todo es una actitud que enriquece, que permite acumular riquezas ante Dios. Y también ante los hombres que son capaces de valorar el tesoro que supone encontrarse con alguien cuyo corazón esté alejado de todo materialismo.

Juan Iniesta Sáez
Vicario Episcopal de La Sierra