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4 de agosto de 2018

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“Subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús”. Buscaban a Jesús y no hicieron pereza para ir dónde sabían que lo podían encontrar. Cada día, y especialmente cada domingo, estamos invitados a subir a la barca de la Iglesia y, con nuestros hermanos, navegar al encuentro de Jesús. Si estás leyendo estas líneas es porque también tú quieres hoy ir en busca de Jesús. Como en aquella ocasión de la que nos habla el texto evangélico, también hoy Jesús sabe por qué le buscas. Se acercaron aquellos pensando en lo que les faltaba, en lo que no tenían. Es algo muy humano. Gran parte de la infelicidad humana radica en esa costumbre nuestra de estar pendiente de lo que nos falta en un momento determinado sin valorar adecuada y agradecidamente lo que tenemos.

La liturgia pone hoy ante nuestros ojos el ejemplo del pueblo de Israel. Habían contemplado las maravillas que Dios había hecho para liberarlos de la esclavitud de Egipto. Eran conscientes de que el Señor caminaba con ellos. Y, sin embargo, añoran la comida que tenían en Egipto. Estaban tan pendientes de echar de menos lo que les faltaba que no sabían valorar lo que tenían, ni tampoco gozar de la esperanza de lo que se les había prometido. Por eso vivían murmurando y con tristeza en el alma. Por eso el camino se les hacía largo y tedioso.

Jesús invita —¡nos invita!— a los que lo buscamos, a fijarnos más en lo que ya tenemos que en lo que nos falta. Tenemos la capacidad de hacer de “nuestras obras” las “obras de Dios”. La fe en Jesús nos permite transformar todo lo que hacemos en una obra de Dios. Como aquel famoso rey Midas de la mitología griega, nos es posible convertir en oro todo lo que tocamos. Podemos convertir la prosa del vivir de cada día en endecasílabos, en verso heroico. Los milagros de Jesús son una manifestación de la omnipotencia salvadora de Dios, pero no una manera fácil para resolver las consecuencias de la ineptitud o para facilitar nuestra comodidad. Ese es el gran milagro cotidiano que podemos realizar con Cristo por el amor que ponemos en nuestras ocupaciones habituales, en las relaciones familiares y profesionales.

Jesucristo nos ofrece una señal: la Eucaristía. “Yo soy el Pan de Vida”. En la presencia real de Jesús en la Eucaristía está la fuente para que recuperemos la primacía de Dios en nuestra vida. Aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. La celebración eucarística dominical, vivida con radicalidad, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado y nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia. Nos ayuda a comprender mejor cómo podemos convertir nuestras obras en la de Dios. Hay un pequeño y significativo gesto en la liturgia. Antes de presentar y agradecer a Dios el don del vino, el sacerdote vierte en el cáliz una pequeña gota de agua al tiempo que dice en voz baja esta oración: “Que por el misterio de esta agua y vino podamos participar de la Divinidad de Aquél que se dignó a participar de nuestra humanidad”. De alguna manera se representa así la unión de nuestras obras (pequeñas e insignificantes como esa gota de agua en el vino) que se unen a Cristo de una manera tan inseparable que Él las hace suyas.

Además, la celebración de la Eucaristía se convierte en un momento privilegiado de transformación de la sociedad y la cultura. Existe en nuestro mundo una gran tentación de dejar a un lado a Dios, o como mucho tolerarlo como una elección privada que no debe interferir con la vida pública. Hay que ideologías han buscado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz prescindiendo de Dios y de su revelación concluyó dando a los hombres piedras en lugar de pan.

Pidamos a la Virgen, que nos ayude hoy a dar gracias y a valorar lo que tenemos. Que Ella nos ayude para sea verdad en nuestra vida que «en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no comporte un ejercicio concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus caritas est, 14).

Julián Ros Córcoles
Párroco de San Juan Bautista