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28 de julio de 2018
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En una sociedad hedonista en la que el placer y en bienestar es el objetivo principal, aunque muchos estén excluidos y descartados, hablar de la “multiplicación de los panes”, del crecimiento de Producto Interior Bruto, parece ser la panacea y remedio de todos los males. Pero olvidamos que, si aquella multitud, que seguía a Jesús, pudo satisfacer sus necesidades, no fue porque tuvieran abundancia, sino gracias a la generosidad de un muchacho anónimo y, aunque el Evangelio no lo dice expresamente, posiblemente de muchos más anónimos, que supieron compartir y repartir lo suyo con los demás, que, desde su pobreza, supieron vencer el egoísmo y el miedo de quedarse sin lo suyo, porque comprendieron que el bien propio pasa por el bien común. Y es que cuando cada uno busca egoístamente lo suyo y más de lo suyo, muchos no tienen lo necesario; pero cuando sabemos compartir lo que tenemos, alcanza para todos y hasta sobra.
Aumentar el “PIB”, el producto interior bruto, en necesario en esta economía de mercado; pero eso no basta. Sabemos que la crisis económica ¿pasada?, – porque muchos no han superado todavía – ha enriquecido a muchos y ha sumido en la pobreza a muchos más. Y es que “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Y sólo los que han sabido pescar o han tenido posibilidades de hacerlo, han salido beneficiados de esta marea.
Es necesario que aumente el producto interior bruto en nuestra economía, pero es más necesario que aumente nuestra solidaridad, que ese aumento llegue a todos o a la y mayor parte posible y que nadie en principio se sienta excluido, por su falta de posibilidades u oportunidades. Y es que el bien personal depende del bien común y no se puede construir un bien común partiendo del egoísmo personal, sino de la generosidad.
El hecho de que sea un joven anónimo – o muchos más anónimos-, “sin nombre ni renombre”, quien puso lo suyo al servicio de los demás e hizo posible que todos comieran e incluso sobrara, me hace pensar en tantas personas “anónimas”, sin influencia social o política, que con su trabajo, que es lo único que tienen, están levantando la economía del país, y en tantos padres de familia, que con su pequeña pensión están ayudando a sus hijos en paro, en tantos cristianos y personas, anónimas y generosas que, desde su pobreza, saben compartir y colaborar con Cáritas, Manos Unidas, y otras ONGs. solidarias para erradicar la pobreza y hacer que con sus manos unidas haya “menos manos pidiendo pan”. No esperemos soluciones mágicas de arriba, ni todo de los gobernantes, que también tienen su responsabilidad, ni pensemos “que por aliviar a otros vamos a pasar necesidad” 2, Cor. 8, 1,13, aunque esto difícilmente se da. Se trata de valorar a las personas más que las cosas, de que nos duela la brecha económica, que nos separa y que nuestra sociedad de confort y bienestar ha creado. Se trata de abrir el corazón y cumplir el mandato de Jesús: “Amaos unos a otros” y “dadles vosotros de comer”, o al menos ayudar para que esto sea posible.
No hay excusas posibles para no compartir, incluso los que menos tienen. Pues cuando lo hacemos, descubrimos que aún nos sobra.
Este es el milagro que hoy necesitamos y es el más difícil de conseguir: no es tanto “multiplicar los panes”, de sólo aumentar los bienes de consumo, sino saber compartir – “y los repartió” – para que lleguen a todos. Crear una conciencia y cultura solidaria de inclusión y no de exclusión, de acogida y no de rechazo, de compartir y no de acaparar, de solidaridad y no de egoísmo, de puertas y fronteras abiertas contra muros, vallas, concertinas y xenofobias. Los emigrantes, que se juegan la vida en el Mediterráneo necesitan un trabajo para salir de su precariedad y vivir con dignidad, pero también nosotros necesitamos de ellos y les tenemos que estar agradecidos. Hemos de ser conscientes de la finalidad universal que tienen todos los bienes creados y obrar en consecuencia.
Alfonso Ruescas Jiménez
Párroco de El Pozuelo