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29 de julio de 2017

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Esta tarde me senté en una pequeña plaza, en un lugar muy apartado donde la vida se vuelve lenta, se llena de paz y da la posibilidad de volver a saborear lo importante… aquello que nos llena de felicidad.

Sentada en el banco he cerrado los ojos, he abierto mi alma… y los sonidos la han inundado. Sonidos sencillos; unos pájaros, una fuente que brota agua fresca para beber en una calurosa tarde de Julio y el ruido de las hojas de los árboles mecidas al suave aire de un hermoso atardecer. Muchos me creerán al decir que el tiempo se ha detenido y he sentido una completa felicidad, he encontrado un tesoro, el de la naturaleza sencilla, que los que vivimos en ciudad no tenemos la posibilidad de apreciar habitualmente. También ha sido muy especial por la paz que me ha invadido, y que me ha permitido encontrar palabras con las que agradecer la vida, la familia, las personas, el trabajo… en definitiva por todo aquello que vivo el día a día.

Estos son nuestros “tesoros”, aquellas cosas, momentos o personas, en los que descubrimos la felicidad. Pero estos tesoros pueden ser de muchos tipos: los efímeros, que desaparecen rápidamente, como la ilusión de un niño por el regalo recibido, los que son para toda la vida, como los hijos, los que llenan la vida, como lo es la fe para los creyentes… No todo es igual de valioso, no por todo aquello que nos gusta, o nos da felicidad, estaríamos dispuestos a dar lo mismo, a arriesgar de la misma manera. ¡Qué gran alegría para aquel que haya encontrado su gran tesoro y esté dispuesto a todo por tenerlo y conservarlo!

 Quizá al leer estas líneas hayas pensado en tu propia realidad, en lo que te llena de felicidad a ti… A la mayoría le habrán venido a la mente cosas no materiales, aunque nos seguimos volviendo un poco locos por lo material. Y seguramente muchos tendrán nombres en la cabeza: el de los hijos, los padres, los grandes amigos… pero también algunos habrán pensando en la carrera o el trabajo que tanto ha tardado en conseguir, en la salud recuperada, en el perdón recibido…

Pero quizá ninguno se haya parado a pensar en él mismo, en su propia persona. Cada uno somos un tesoro de gran valor, pero no nos damos cuenta. En este aspecto, es más fácil mirar hacia fuera de nosotros que hacia el interior. Y lo que es aún peor, corremos el riesgo de ser como la serpiente del cuento que perseguía a la luciérnaga, y que cuando ésta, cansada de huir cada día, le preguntó el porqué de la persecución, la serpiente le contestó: “¡porque no soporto verte brillar!”. Todo el tiempo que pasamos pensando en lo que hacen los demás, en los bienes que tienen, en la valía que se les atribuye… estamos dejando de pensar en nosotros mismos, en aquello que tenemos, en lo que somos o en lo que podemos llegar a ser.  

No todos podemos ser luciérnagas que brillan en la oscuridad, pero sí podemos ser luz que orienta y da paz a alguien que atraviesa un mal momento. No todos tenemos la fortaleza necesaria para caminar firmes y sin miedo, pero podemos tener la sensibilidad de llorar y ser compañía del que sufre. No todos somos extrovertidos y llenos de vitalidad, pero podemos ser calma y sonrisa tierna que apacigua tempestades. Quizá no todos tenemos el don de la palabra, pero podemos escuchar, escribir, cantar… Pero para descubrir esto que nos hace distintos, y por tanto únicos, tenemos que dejar de mirar a los demás en lo que nos gustaría ser o experimentar para poder descubrir, o potenciar, aquello que sí somos nosotros. Es abrir el cofre del tesoro, del tesoro de tu propio ser, para descubrir qué tipo de piedra preciosa eres.  

Y todo ello con un reto: no convertirnos en personas egocéntricas. Se trata de ser nosotros mismos con humildad. Se trata de ser como la luciérnaga, que hacía lo que tenía que hacer y sin embargo no le daba la importancia que tanto incomodaba a la serpiente. Brillaba porque esa es su naturaleza, sólo eso.

Seamos conscientes del tesoro que somos, pero un tesoro abierto al mundo, porque aquello que nos hace ricos no se agota cuando lo damos, por el contrario, se multiplica, no desaparece, se hace presente en otros. Es como la fuente natural que brota en medio de la montaña, es agua que calma la sed, pero también, al seguir su curso, es agua que permite la vida a la vegetación y a los animales.

Estamos en verano, tiempo de descanso para muchos, propicio para emprender un camino que nos lleve a averiguar si hemos descubierto toda la riqueza que llevamos dentro, de forma que no se quede ninguna piedra preciosa escondida, para que, como el agua de la fuente, permitamos salir al exterior todo lo que brota de nuestro interior.

María José Alfaro Medina
Licenciada en Ciencias Religiosas