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22 de julio de 2017

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El evangelio del domingo pasado (la parábola del sembrador) intentaba contestar a una pregunta que probablemente se hizo la primitiva comunidad cristiana: ¿por qué la acogida del mensaje de Jesús es tan dispar? Esta semana la pregunta es otra, aunque de parecido sentido: ¿por qué la puesta en practica del proyecto de Jesús —el reino de Dios— es tan conflictivo?

Para responder a esta segunda pregunta, Jesús nos propone tres parábolas: las malas hierbas, la semilla de mostaza y la levadura en la masa. Ciertamente, cada una nos permite acercarnos a la dinámica del reino desde una perspectiva distinta, pero en conjunto, se trata de un relato maestro de inigualable realismo y que los testigos actuales del reino deberían conocer.

Las parábolas nos ponen sobre aviso de los sentimientos que pueden oscurecer el reino. El reino está ya entre nosotros. Se trata de acertar a identificarlo. Si descubrirlo es un arte y velarlo es un peligro, intentarlo controlar quizás nos haga irresponsables guardianes de la nada. De ahí el paradójico contenido de las parábolas del reino. Adentrarnos en ellas es una aventura que se antoja ilusionante.

Efectivamente, los testigos de hoy han de conocer el riesgo de un anuncio del reino que, en ocasiones, pudiera rozar lo sectario (o trigo o cizaña). Esto pasa cuando pretendemos unos estándares de calidad evangélica que contrastan en exceso con lo que puede dar de sí la historia. La realidad es la que es, y el mejor de los cántaros puede agrietarse. La maestría de Jesús consistió, no en exponer cántaros perfectos, sino en recordar cómo la vasija quebrada puede albergar un manantial inacabable y ser fuente de vida. La realidad está cargada de una lúcida ambigüedad; y digo lúcida porque sin discernimiento ni los Magos hubieran llegado al portal, ni los de Emaús hubieran disfrutados de aquella partición de pan que al final les abrió los ojos.

Y es que la ambigüedad es pariente no pocas veces de la pluralidad, por eso hay que ser exquisitos en el mirar la realidad, no sea que con la buena intención de preservar la verdad no caigamos en la cuenta de su fragilidad. Por eso hay que tener mucho cuidado para no invertir la lógica del ver-juzgar-actuar; cuando esto ocurre, partimos de un juicio (generalmente ciego -fariseo-), que deviene en acción normativa y que sólo después se esfuerza por un ver lastimero. Para entonces, «el que ha sido visto» está ya de vuelta del reino de taifas en que se ha convierte, en este caso, el reino de los cielos.

Tampoco los testigos de hoy pueden convertirse en vendedores impacientes a cuenta de unos resultados inmediatos. Es lo que ocurre cuando nuestras mediaciones evangelizadoras, más que auténticos itinerarios o proyectos, son fórmulas empaquetadas en libros o en ritos que no tienen en cuenta el origen del que surgieron. Y es que, no se trata de llenar de ritos la vida, al revés, se trata de hacer de toda la vida un rito. Esto sólo es posible con la experiencia y con el tiempo. Por eso, la paciencia es lo que salva la desproporción entre el tamaño de la semilla de mostaza y el increíble arbusto en el que puede convertirse. Regalarle tiempo a la semilla es permitirle llevar a cabo sus posibilidades. Y sólo así los pájaros, sabios ellos, anidarán en sus ramas. El cristianismo se conjuga en gerundio; uno de los problemas que podemos tener a la hora de nuestro anunció evangelizador, es hablar siempre en pasado perfecto, o en condicional inalcanzable.

El testigo, finalmente, ha de saber que el reino de los cielos, por sí mismo, no es visible. En cada porción de humanidad (masa), late ya lo que la hizo crecer (levadura). Percibimos lo divino que hay en nosotros en los cientos de destellos de humanidad que cada día nos rodean. Por eso, el testigo de hoy, cuando testimonia, más que aleccionar ha de re-conocer. El testigo no brilla, como mucho señala, pero lo hace desde la masa, perdido cual fermento.

Los testigos de hoy podemos ser maestros enfermos de eficiencia o discípulos necesitados de educar nuestra mirada. Es cuestión de elegir. Pero el reino tiene mucho más que ver con la cotidianidad, la paciencia y la profundidad, que con lo extraordinario, la prisa y lo vistoso.

Fco. Jesús Genestal Roche
Párroco de Alcadozo