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21 de julio de 2018

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El evangelio de hoy nos habla de ese difícil equilibrio que debe reinar en nuestras vidas entre el trabajo y el descanso, así como entre la misión y la oración, si es que nos referimos a la vida del cristiano. La cosa se complica todavía más si pretendemos armonizar estas cuatro dimensiones: trabajo, descanso, misión y oración, porque muchas veces el trabajo nos acapara de tal modo que nos hace descuidar la misión, y otras tantas el descanso nos es tan necesario que desatendemos la oración.

En esta época estival entendemos muy bien la necesidad del descanso, estamos agotados después de todo un año de trabajo. La pregunta más habitual cuando nos encontramos con un conocido en estas fechas suele ser “¿dónde te vas este verano?” y la respuesta suele ser de lo más variopinta. El retiro es necesario, aunque hay que analizar lo que comprende esta palabra para una persona que sigue a Jesús. El descanso no puede ser un ídolo al que se deba sacrificar cualquier cosa. 

La lectura nos muestra que Jesús también necesitaba alejarse con los suyos, pues eran muchos los que iban y venían “y no les quedaba tiempo ni para comer”. Ahora a esta situación le pondríamos rápidamente el nombre de estrés, ese generador de todos los males que nos pasan. Y son muchos los que se refugian en diversas soluciones para aliviarlo: la huida del lugar habitual, el deporte, la música… Y todo eso está muy bien, pero el cristiano necesita también retirarse a orar para encontrarse con Dios, si no el descanso se queda cojo, porque nuestro cuerpo vuelve a coger fuerzas, pero nuestra alma se queda vacía, a veces incluso herida por alguna situación difícil.

El verano puede ser la ocasión para poner a Dios al tanto de nuestras cosas y ponernos nosotros al tanto de las cosas de Dios. La llamada “Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco” sigue siendo válida para nosotros en este momento. Si decimos que sí, no haremos otra cosa que lo que Jesús hizo siempre, retirarse a orar para dar gracias, para coger fuerzas, para tomar decisiones importantes, para estar en unión con el Padre… 

Podemos subirnos a la barca con Jesús en la playa, en el campo, en la montaña o en la ciudad e ir soltando lastre poco a poco, dejando que, a cada golpe de remo, nuestra vida se transforme y sus palabras calen en nosotros sin prisa. El dará prioridad a nuestra necesidad espiritual, como ocurrió con esa muchedumbre que le esperaba. Dice el evangelio que Jesús les vio, sintió compasión de ellos, porque andaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles. 

¡Qué difícil resulta muchas veces encontrar a alguien dispuesto a escucharnos, incluso a mirarnos, en un mundo con tantos reclamos, dominado por el culto al yo! y, sin embargo, en nuestro navegar encontraremos que la mirada del Maestro siempre será desde el interior; su compasión tendrá la finalidad de reparar los daños en nuestro corazón herido por el egoísmo, la falta de fe, el sufrimiento, etc.; y su enseñanza será  el testimonio de lo que él mismo es, de lo que él mismo vive, siendo el amor que siente por los hombres el núcleo principal de su contenido.

Y qué sería del descanso sin una buena comida para saborear sin prisa con aquellos que más quieres. Más que un trámite que hay que realizar para vivir, se puede convertir en un lugar donde compartir la alegría del reposo y las experiencias del camino. Jesús también quiere unirse a este momento. El evangelio de hoy es la preparación de la multiplicación de los panes y los peces, que Marcos narra inmediatamente después, un momento en que los gestos y palabras de Jesús nos anticipan precisamente el banquete del Señor, la Eucaristía, el lugar de encuentro de la familia cristiana.

De este modo, al desembarcar, si realmente hemos sabido llegar mar adentro con Jesús y compartir su pan, estaremos preparados de nuevo para la misión, seremos un poquito más parecidos a Cristo, no dejaremos que el tesoro que hemos descubierto se quede sólo en nosotros, el bien que ha producido en nuestro interior será contagioso a través de nuestras palabras y de nuestras obras, habremos conseguido unir el oficio de Marta y el de María, la acción y la oración. Y si, al bajar de la barca, vemos el rostro cansado de alguien que ha ido buscando a Dios, seremos capaces de acogerle y ayudarle, apartando nuestra propia comodidad y dejando traslucir en nuestro rostro la mirada amable de Jesús. ¡Feliz verano!

Natalia Cantos Padilla
Licenciada en Ciencias Religiosas