+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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12 de julio de 2008

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Hoy podríamos ahorrarnos el comentario al evangelio de este domingo, en que escucharemos la conocida parábola del sembrador. No sabemos si fue Jesús mismo, o fue el evangelista el que, a la vista de las circunstancias que vivían las comunidades a la hora de hacer la redacción del texto, se encargó de hacer el comentario. Lo cierto es que en el mismo evangelio se nos explica cuál es le sentido de la parábola.

Probablemente, cuando se escribió el Evangelio cundía entre los evangelizadores el desánimo al ver la desproporción entre la generosidad de la siembra y la escasez de frutos. Lo mismo que experimentan hoy tantos evangelizadores. A pesar de que una parte importante de lo esparcido se malogre, Jesús invita a sembrar siempre. Algo caerá en una tierra capaz de dar el treinta, el sesenta o el ciento por uno.

Jesús analizó las distintas posturas de los receptores, y ahí queda su comentario insuperable, que no voy a repetir. Me fijaré en otros elementos: El sembrador, la simiente y el clima.

El sembrador es Jesús, que lo hizo primero en directo y, luego, a través de su Iglesia, sostenida y animada por el aliento de su Espíritu. La cuestión, por tanto, está en sentirnos humildes enviados a realizar la tarea así, como mano larga del único sembrador.

Para ser un sembrador sano y fiable necesita éste acoger primero la palabra en el corazón, dejarse interpelar por ella, comprobar su eficacia en uno mismo. Sólo así puede ser esparcida la semilla a voleo como lo hacía Jesús, como palabras que eran espíritu y vida: “Las palabras que os he dado son espíritu y son vida”.

Cuanto mejores sean los conocimientos de la ciencia pastoral, de la hermenéutica, de las técnicas de comunicación y de la realidad de los destinatarios, mejor. Todo puede contribuir a que la palabra llegue con garantías fiables a la siempre problemática tierra del corazón del hombre. Pero nunca puede ser proclamada como una palabra seca o fosilizada, sino fresca y jugosa, capaz de encarnarse en el aquí y el ahora de los receptores.

El predicador nunca debe predicarse a sí mismo, ni su ideología, sea del tinte que sea, ni lo que resulta más agradable de oír al auditorio. San Pablo lo entendió muy bien: “Cuando vine a vosotros a anunciaros el Evangelio no lo hice con palabras de humana sabiduría, sino que os prediqué a Cristo y éste crucificado”. La palabra de Dios nos llega muchas veces, es verdad, como una caricia que consuela y alienta, pero en otras ocasiones hay que aceptar que nos llegue como palabra que escuece, porque toca herida; como una palabra que sana y cauteriza, que invita a la conversión.

Y hay que contar también con el clima, con el sol y la lluvia que dan el tempero a la tierra, con los abonos y la poda. Aquí podemos empalmar con el comentario que hace el evangelio. Sin disposición favorable no existe identificación posible. Jesús, siguiendo la alegoría, habla de la semilla que cae en el camino, expuesta a ser pisada por los viandantes; de la que cae en terreno pedregoso, que rebota y tampoco da fruto; de la que cae entre zarzas y, aunque nace, éstas acaban sofocándola. La superficialidad, los prejuicios, la dureza de corazón o el vivir absorbido por lo inmediato hacen imposible la fecundidad de la semilla. La Palabra de Dios es viva y eficaz cuando es acogida; pero nuestra libertad puede condenarla al desprecio y la ignominia. Gracias a Dios hay siempre rincones de tierra buena que dan el treinta, el sesenta o el ciento por uno. Ello compensa los fríos y sudores del sembrador.