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12 de julio de 2014

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En un mundo poco dado a detenerse a pensar, ponernos a reflexionar necesita una fuerte sacudida personal. Por eso, siguen siendo muy necesarias y suelen ser bien acogidas, las historietas o “parábolas como dardos”.

El evangelio de hoy nos ofrece, para meditar, la parábola del sembrador. Una parábola tan sabida y tan manida para los creyentes que nos hace preguntarnos: ¿ha perdido su sorpresa y su sacudida para nuestra meditación y en consecuencia para nuestra recepción como buena  noticia?

En tiempos antiguos y en una tierra de gran minifundio, la figura del sembrador era de capital importancia. Realiza la base fundamental del proceso de producción agrícola. Un sembrador “tiene que saber sembrar” y eso implica como primera medida saber bien dónde sembrar. Tratándose de terrenos pequeños tiene que tener habilidad y cuidado para procurar que caiga lo menos posible fuera del terreno preparado. Tirar la semilla en el duro y polvoriento camino, o en un pedregal, o en un zarzal, sería una práctica totalmente reprobable y una pérdida inasumible.

Pues dice el evangelio: “salió el sembrador a sembrar… y una parte de la semilla cayó al borde del camino… otra parte cayó en terreno pedregoso… otra cayó entre cardos… y otra en tierra buena”. Este sembrador es sorprendente, no es normal; despilfarra la semilla; siembra sin control, en todos los terrenos, por todas partes. ¡Vaya un sembrador! ¿Se habrá vuelto loco?

Y este es el dato fundamental de esta historia-parábola del sembrador.

Porque “el sembrador es Dios”. Como tantas veces, un Dios que causa sorpresa porque no hace la faena que solemos esperar con nuestra buena lógica. Que sobrepasa nuestras mezquinas medidas, nuestras perspectivas de horizontes estrechos y nuestras prácticas de mínimos. Se sitúa fuera de nuestros planteamientos puramente productivos. “Nuestro Dios es el Dios de las sorpresas” (Papa Francisco). Nuestro Dios siembra sobre todo tipo de terrenos y ninguno da por excluido o perdido a priori. “Él hace llover sobre justos e injustos”. Hace una siembra universal.

Además, “el sembrador siembra la Palabra”. Él dirige su Palabra a todos y en todas las circunstancias, para que nadie pueda decir que Dios no se dirige a él, que no se preocupa por él, que no cuenta con él, que no espera nada de él. Que esa semilla produzca o no frutos depende de cada uno de nosotros, no de Él. Y como solemos decir: hay gente para todo.

Nuestro Dios habla y sigue hablando incluso al que no quiere oír, incluso al que está totalmente distraído y también al que no tiene ningún interés al respecto. Habla y sigue hablando al que tiene el corazón endurecido, al que es como una veleta que mueve con facilidad el viento de la moda, la comodidad o el “qué dirán”, al que tiene el corazón saturado de deseos materiales y no tiene cabida para nada trascendente; y también, claro que sí, Dios habla y sigue hablando al que es “buena tierra”.

Pero… ¿qué es la tierra buena? ¿Es, sin más, un tipo de tierra, o es, más bien, una tierra “convenientemente preparada”? Un terreno preparado para sembrar es el que además de estar limpio de piedras y malezas, está roturado, está abierto a la acogida de la simiente. “Lo sembrado en buen terreno son aquellos que oyen la palabra, la acogen y dan fruto”. Sólo la tierra que está abierta, para acoger dentro de sí, es tierra buena para la fructificación de la semilla. No basta con ser bueno pero estar cerrado a la novedad de la semilla. Es necesario estar porosos, para que caiga la Palabra en nuestro interior, nos dejemos sorprender por su sentido y alabemos a Dios con nuestros labios y con nuestros frutos de vida.

Sería muy provechoso, en este tiempo de calor físico y moral, refrescarnos leyendo una vez más la parábola del sembrador, para que “se nos conceda conocer los secretos del Reino de Dios”; para “ver con los ojos y oír con los oídos”; para ser “tierra fértil que produce fruto”.

Esta parábola de Jesús expresada en los evangelios en términos rurales creo que tiene una traducción adecuada expresada en términos actuales. Dios siempre está emitiendo. Dios está siempre en comunicación con nosotros. En todo momento y en toda circunstancia su amor está buscando acogida y su mensaje está a la espera de una escucha verdadera. A nosotros nos queda conectar, sintonizar, pararnos a escuchar, recoger su mensaje y hacerlo propio para que produzca frutos en nuestra vida.

El buen cristiano, como “tierra buena”, es un sincero, fiel y asiduo oyente de la Palabra de Dios, que se hace a la vez un sembrador de esa Palabra al estilo de nuestro Dios.

Alfredo Tolín Arias
Párroco de Ontur