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13 de julio de 2019
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“¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” Es la pregunta que también hoy podemos hacernos, la pregunta que muchas veces preguntamos a Cristo nosotros en la oración. Tenemos esos deseos de Vida Eterna, tenemos ese impulso a hacer el bien para llegar a los demás, para heredar ese Reino que Dios nos tiene preparado.
Pero preguntamos, igual que este maestro de la ley, cosas que ya sabemos, pues desde bien pequeños nos aprendimos los Diez Mandamientos de la ley. Por lo que para heredar la vida eterna solo tenemos que cumplirlos, es lo mismo que Jesús responde. Ahora Cristo añade, ama a tu prójimo. ¿Quién es éste? ¿Es una persona concreta, es mi vecino, es el pobre de la calle, son los migrantes, son los refugiados a causa de la guerra, son los miles de personas que mueren en el Mediterráneo, son aquellos que están solos en casa, son aquellos que están hundidos en la droga, en la depresión…? Parece que sí y no a la vez. Creo que la respuesta es que mi prójimo es Cristo mismo, y no lo digo de memoria o como un recurso teológico o poético, Cristo mismo nos lo enseña en la parábola que nos cuenta en el Evangelio de hoy.
Cristo es el mismo que baja por el camino de Jerusalén a Jericó y es apaleado por unos bandidos. Cristo se queda tendido en el suelo, indefenso, expuesto a otros ladrones, a los animales del desierto. Cristo queda despojado de sus vestidos, malherido, casi muerto y varios que lo ven pasan de largo. ¿No te suena esto a una escena de la pasión? ¿No te suena esto a tantas escenas de nuestros periódicos, telediarios u otros medios de comunicación? Hoy también Cristo está despojado, malherido, abandonado… nosotros pasamos por su lado y pasamos de largo.
Pero Cristo también es el que baja por el camino y viendo al malherido se acerca, le cura las heridas, lo monta en su cabalgadura y lo lleva a la posada e incluso corre con el gasto. Cristo es el Buen Samaritano, aquel que según hemos dicho antes tenemos que ser nosotros. Cristo es a la vez enfermo y médico, apaleado y medicina, es a la vez herida y venda. Él nos lo enseña todo.
Y todo esto que hoy nos muestra Jesús en esta parábola, nos lo enseña desde el primer momento, desde su Encarnación. Él se hace pequeño, se hace hombre despojándose de toda categoría divina, pero sin dejar de ser Dios. Ahí está la clave para ser buen samaritano: la humildad. Como nos dice la segunda lectura que la Iglesia, como maestra, nos propone hoy: “Todo fue creado por Él y para Él” pero también nos dice “Por Él y para Él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”.
Cristo el Señor nos enseña qué tenemos que hacer para ganar la vida eterna, respondiendo a la pregunta que al principio de nuestra reflexión hacía el maestro de la Ley. Por un lado, vemos que tenemos que ser buenos samaritanos, humildes, ayudando a nuestro prójimo: a nuestro hermano más débil, que es el mismo Cristo, es sacramento de Cristo. Pero también hemos descubierto que nosotros mismos no podemos llegar a ser buenos samaritanos, y necesitamos de la ayuda del Señor para ser ese buen samaritano, para ser otros cristos que hagan presente el Reino de Dios en el mundo. Ya que nosotros, por nuestras propias fuerzas no podemos ganarnos el cielo, la vida eterna. Esto no es un premio que nos da el Señor por lo bien que lo hemos hecho. La vida eterna es un regalo que Cristo mismo nos ha ganado por la sangre de su sacrificio en la Cruz. Es un regalo del Padre que, amándonos con locura, no quiere que nos perdamos, por ello, por medio de su Hijo, no sólo nos ha conseguido el cielo, sino que además dejándonos libres para hacer lo que queramos, nos muestra el camino para que no perdamos el gran regalo que es la vida eterna junto a Él.
Estemos atentos a las necesidades de nuestros hermanos, de nuestros prójimos, de los que cada día se cruzan en nuestra vida: de los pobres, los que están solos, de los enfermos. Y seamos humildes también para pedir ayuda a otros, ya que por nuestras solas fuerzas no seremos nunca capaces de heredar esa vida eterna. Recuerda que Cristo ya nos la ganó, ¿qué nos queda a ti y a mí? AMAR.
Álvaro Picazo Córcoles
Diácono de la Diócesis de Albacete