+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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9 de agosto de 2008

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Acababa Jesús de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Como buen anfitrión de aquella fiesta campestre se pone a organizar la despedida. Manda a los discípulos que se adelanten en barca a la otra orilla del lago mientras él despide a la gente. Luego, como era su costumbre, se retira a la montaña para pasar la noche en oración.

El lago de Tiberíades, a pesar de no medir más de doce kilómetros, sorprende a veces por las tempestades que en él se originan casi sin avisar. Tempestades, que, si no son comparables a las de los océanos, sí pueden echar a pique una barquichuela de remos. En esas andaban los discípulos en aquella madrugada, muertos de miedo, cuando Jesús aparece caminando sobre las aguas. Cuando se cercioran de que no es un fantasma, Pedro –¡tan grande y tan niño, tan lleno de contradicciones como nosotros!- le pide a Jesús que le permita caminar hacia él, pero, a poco de comenzar, le asaltan el miedo y la duda y empieza a hundirse. Entonces Jesús le echa una mano, a la vez que le recrimina su duda y su falta de fe.

Hasta aquí el texto del evangelio, que parece más bien una hermosa parábola en acción densa de enseñanzas. Un milagro que parece extraño. Caminar sobre el agua e invitar al discípulo a seguirle puede sonar a fábula. Normalmente los milagros de Jesús tienen como objetivo curar enfermedades, dar vista a los ciegos, poner en pie a los paralíticos… Éstos tienen como beneficiario a alguien en concreto, mientras que aquél nos hace beneficiarios a todos los que en la vida tenemos que caminar muchas veces sobre el agua de la inseguridad y el riesgo. ¿Quién de nosotros no querría contar con tierra firme sobre los pies a la hora de emprender una obra importante o de programar el futuro? La Seguridad Social puede cubrir la enfermedad, la vejez, el accidente de automóvil, pero no se puede asegurarlo todo. Como dice T. Spidlik, “no existe una póliza para garantizar la fidelidad matrimonial, para la felicidad familiar, para la amistad, para todo aquello que nos hace realmente felices”. ¿En qué apoyarse para garantizar todo eso?

Los salmos, todo el Antiguo Testamento, repiten incesantemente: “El Señor es mi roca, mi fuerza y salvación”. Sobre la firmeza de este convencimiento se apoyaron los israelitas fieles, a pesar de que su historia estuviera plagada de inseguridades, de persecuciones y guerras, de exilios y ocupaciones. Y en la confianza inquebrantable en Dios se apoyaron los santos para sus aventuras espirituales y sus admirables gestas de entrega y de servicio.

Cuenta Chus Villarroel que, antes de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, un equilibrista montó el número de pasar de una a otra sobre un alambre. La distancia era de cien metros y el vacío hasta el suelo de quinientos. Las ventanas de los rascacielos estaban repletas de gente. Antes de pasar el equilibrista dijo: -Voy a pasar por este alambre sobre el abismo. Necesito una cosa: Que creáis en mí. La gente gritó: -Creemos que lo puedes hacer. El equilibrista comenzó su andadura sólo con un bastón. Se hizo un silencio total. Cuando llegó a la otra torre la gente respiró. La escena se volvió a repetir, esta vez sin bastón. Por tercera vez les dijo: -Voy a pasar una vez más a la otra torre, esta vez lo haré con una carretilla.Ahora si que necesito que creáis en mi. Necesito que al menos uno crea totalmente en mí. Todos le manifestaron su confianza. -No, no, replicó, necesito que alguien lo crea del todo. Un joven se presentó diciendo: -Yo creo que tú lo puedes hacer. Entonces le apremió el equilibrista: -Si lo crees firmemente, móntate en la carretilla.

Comenta el buen dominico cómo la mayoría gritamos desde los tendidos de nuestras celebraciones, incluso con nuestros cantos, nuestra fe en Jesucristo, pero que a la hora de la verdad nos da miedo romper amarras, montarnos en la carretilla de Jesús. Si tuviéramos la gracia de hacerlo seríamos libres y seguro que realmente felices.

Temblamos ante la inseguridad del futuro, ante las dificultades internas o externas que experimenta nuestra Iglesia, ante las resistencias que encuentra la evangelización, ante la falta de vocaciones, ante la dificultad de andar sobre las aguas. Jesús nos dice sólo una cosa: -“Si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un granito de mostaza…». Uno está convencido de que el verdadero problema de nuestra Iglesia, el único problema realmente decisivo… es la falta de fe.