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6 de agosto de 2016
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Un joven príncipe de Oriente es enviado por su padre al lejano Egipto para una difícil misión: recuperar una perla que ha caído en manos de un cruel dragón. Cuando el príncipe marcha para cumplir este encargo, deja atrás no sólo el seguro y lujoso ambiente del palacio real, sino también la suntuosa túnica que le confiere su identidad y dignidad principesca. Antes de partir, los padres realizan con el príncipe un pacto: Si logra cumplir su misión, recuperará su vestidura real y compartirá con su hermano mayor la herencia del reino.
Se pone en marcha para el largo viaje. Llegado al lugar, al principio, el joven intenta mantener sus buenas costumbres, pero finalmente se deja engañar; se sacia de un alimento le habían preparado los egipcios y que le hace caer en un profundo e inacabable sueño, olvidando su hogar, su regio linaje y el propósito de su viaje.
El padre, alarmado por lo prolongado de la espera y por el silencio, envía, como mensajera, un águila que lleva una carta escrita de su puño y letra. Cuando el águila sobrevuela al joven, la carta del padre se transforma en un grito que dice: « ¡Despiértate, acuérdate de quién eres, recuerda qué has ido a hacer a Egipto y adónde debes regresar!». El príncipe se despierta, recupera el conocimiento, lucha y vence al dragón y, con la perla reconquistada, vuelve al reino donde se ha preparado para él un gran banquete.
Sin duda que este puede ser el argumento de un juego de ordenador o para el móvil, luchar por conseguir algo, una recompensa, un tesoro, pero nada de eso, se trata la “Leyenda de la Perla”, un antiguo relato oriental del siglo II cuyo significado religioso es transparente.
Entonces, como hoy, toda búsqueda de tesoro que se precie ha de tener un mapa de tesoro, unas pistas que conduzcan al escondrijo y ¿cómo no? una recompensa, que debe de ser algo muy apreciado, para evitar el desencanto final del buscador.
De mayores también “jugamos” a este juego, es más, nos pasamos la vida buscando, rastreando el gran tesoro que sea capaz de llenar y de dar sentido a nuestra existencia.
Hoy Jesús nos propone una búsqueda apasionante que nos llevará al gran tesoro del Reino, y comienza haciéndolo con extrema dulzura como para aliviarnos de los momentos atribulados en que vivimos; sus primeras palabras en el evangelio de hoy son toda una caricia para los que le escuchan, son puro cariño paternal, “No temas, pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Y como en el juego de la búsqueda del tesoro, nos va dando pistas, nos va dejando ver cuál es la forma de llegar al gran tesoro: la posesión del reino.
Sed desprendidos, el apego a los bienes terrenales os quitará libertad para volar hacia los preciados tesoros del Padre: “haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla.”. Los bienes que más valen no se pueden comprar con dinero, y Jesús nos hace una buena propuesta financiera: hacer planes de ahorro que nunca estén en riesgo de bancarrota, ni amenazados por las acechanzas de los corruptos que los pongan en peligro.
Pero ¿quién está dispuesto a desprenderse de sus bienes materiales?, esos que tanto nos ha costado ganar, que tantas horas y desvelos han consumido de nuestra existencia. ¿Y todo a cambio de qué?, un tesoro en el cielo, que aunque esté a salvo de ladrones y polilla lo vemos como muy lejano.
Pero hay que pararse un momento y reflexionar, pensar en lo que nos cuestan los tesoros terrenales, la cantidad de recursos que hay que poner en juego para conseguirles y luego lo que nos va a quedar. Después entremos a valorar los otros tesoros, esos que son imperecederos, y que también cuestan mucho, pero que permanecen para siempre.
El trabajo por la conquista del tesoro que más vale ha de ser constante, no admite pausas ni demoras, hay que ser tenaz e incansable en la búsqueda de las pistas que se encuentran guardadas entre las líneas del evangelio, hay que estar atentos, “porque a la hora que menos penséis, viene el Hijo del Hombre.”
Jesús nos apremia a estar preparados, nos dice lo que el rey a príncipe de nuestra leyenda: “¡Despiértate, acuérdate de quién eres!”
Carlos del Olmo Jiménez
Diácono Permanente de La Roda