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11 de agosto de 2018

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“¿No es éste el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”.

En el mundo que vivimos, y en la época en que estamos, gracias a tantos programas rosas y de cotilleos, creemos que todos podemos saber todo y que todos podemos juzgar a todos, nos metemos dentro de sus vidas íntimas y nos damos el lujo de anunciar lo que van a hacer, lo que van a decir, y juzgamos lo que han hecho y cómo lo hacen. No somos diferentes a los hombres que escuchando a Jesús lo juzgaban porque sabían cuál era su familia, entonces creían saberlo todo sobre él. Y se equivocaron.

En esta época en que vivimos, donde la información está al alcance de un click (para quien sepa navegar por internet o tener el mando de su televisor), y donde se nos ha hecho creer que todo lo que vemos y pensamos es cierto, nos hemos vuelto un poco tontos por creer que somos dueños de la verdad. Pero, en realidad, somos dueños de una parte de la verdad, pues no podemos, muchas veces, ver más allá de nuestros ojos y, en muchos casos, sólo hemos escuchado una versión de alguien que dijo que le dijeron.

Por eso Jesús le decía a su gente: “No critiquéis”, pues la crítica es la moneda de cambio el tema central de todas nuestras conversaciones en cualquier lugar, pues no hace falta un lugar especial para ponernos a criticar. Y no nos damos cuenta de que en esas críticas faltamos a la verdad, y no porque queramos mentir, sino porque no nos hemos puesto a pensar si lo que estoy diciendo, o lo que me dijeron, es verdad. Me vuelvo, simplemente, un mensajero de dichos de otros y voy sembrando, consciente o inconscientemente, cizaña en lugar de verdad.

¿Puedo juzgar o criticar según lo que ven mis ojos? Poder, podemos, pero ¿no deberíamos primero ponernos a pensar o reflexionar más allá de lo que primeramente me surja? Miremos la escena que nos presenta el evangelio, pues si miramos a los que juzgaron a Jesús vamos a descubrir que en ellos Jesús no era nadie, y así no pudieron recibir de Él la Gracia que Él quería darles. Porque cuando juzgamos de ese modo ya no nos interesa lo que le otro nos dice o nos quiere decir, hemos cerrado con un juicio falso nuestro corazón al mensaje que el otro me quería transmitir.

Por otro lado, a pesar de lo que decían sobre Él, Él seguía instruyendo, sigue ayudando a que comprendamos aquello que no podemos ver, pero que, cuando lo descubrimos se vuelve esencial en nuestras vidas: el don de la Fe, y el Pan de la Vida. 

“Nadie puede venir a mi si no lo atrae el Padre”, es el Padre quien otorga el don de la Fe a quién tiene el corazón dispuesto a creer: “a quien tiene se le dará más todavía”, es por eso que necesitamos abrirnos a la Verdad Revelada, no necesitamos entender sino aceptar que los misterios de la Fe no son comprensibles a la razón humana, sino que son aceptados en aquél que tiene necesidad de creer, porque, como dice el refrán: “no hay peor sordo que el que no quiere oír”, y así cuando alguien no quiere creer siempre va a encontrar excusas para renegar de la fe.

“Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí”, dice el Señor. Y es así, cuando nos encontramos en necesidad, como lo estaban los paganos, los pecadores, los pobres de corazón, ellos podían escuchar en Jesús la Voz del Padre y por eso lo seguían, no sólo por el pan y los milagros, sino porque “nunca habían escuchado a alguien que hablara como él, como quien tiene autoridad”. Pues la Palabra de Jesús es la Voz del Padre, y cuando llega a nuestro corazón se transforma en lo que necesitamos: consuelo, paz, fortaleza, luz, esperanza, alegría, templanza… y sobre todo nos enciende en el deseo de seguirle, de estar junto a Él, de que nos de siempre de esa Agua Viva y de ese Pan de Vida que es Él mismo en la Eucaristía, en su Palabra.

Por que cuando nuestro corazón se abre al Gran Misterio del Amor de Dios no puede ya descansar sino en Él, buscamos en muchos lados y no encontramos, pero cuando lo encontramos no queremos más separarnos de su lado, porque sólo el Pan vivo que ha bajado del Cielo colma nuestra alma y nos enciende y fortalece, como a Elías, para que todos los días nos levantemos y sigamos recorriendo el Camino de la Vida, de la Santidad, pues sabemos que sólo en ese Camino encontramos la Vida que anhelamos, y sin saberlo la Luz de la Verdadera Vida se nos hace presente a nuestros ojos, y seguimos, aunque no siempre tengamos todo claro, seguimos marchando, pues nuestros ojos están fijos en las Manos de nuestro Amado, por que sólo Él es quien nos da la Vida Eterna.

Néstor Fabián Failache Loza
Párroco de Tarazona de La Mancha