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7 de julio de 2018

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¡Ay, si Dios fuese Dios! Si Jesús fuese el Mesías esperado por su pueblo, y tan largamente añorado… 

Este domingo XIV del Tiempo Ordinario, la liturgia nos propone un pasaje del Evangelio de Marcos bien conocido por todos; puede que no en su literalidad, pero seguro que sí en su contenido. Es aquel pasaje que justifica nuestro dicho popular de que “nadie es profeta en su tierra”. Jesús, en su pueblo y entre los suyos, tiene dificultades para hacer llegar su Palabra salvífica a sus paisanos.

Es una tentación fuertemente arraigada en el espíritu del hombre de todos los tiempos ésa de querer hacerse un dios a su medida. Preferimos la magia a la realidad. Queremos un dios castigador (con los demás, claro, o, mejor dicho, contra ellos), un dios todopoderoso pero aterrador, antes que uno que nos hable de ternura, de cercanía al débil, de sencillez, y de entrega en las cosas pequeñas.

Con cierta frecuencia se nos escapan de los labios, o al menos las barruntamos en el corazón, palabras parecidas a las de los Boanerges, los hijos del trueno, cuando pidieron a Jesús que mandase “fuego y azufre” sobre aquel pueblo que no les acogió y no quiso escuchar a Jesús y a los Apóstoles, en su camino misionero y evangelizador de subida hacia Jerusalén. En ocasiones como aquella, aflora con visceralidad nuestro enfado. Y ahí… Ahí quisiéramos que Dios fuese justiciero, y que machacase a aquellos que nos hacen la contra; que obligase a escuchar un mensaje tan apasionante como es el anuncio del Reino, a aquellos que cierran sus oídos al mismo. Querríamos un Dios a nuestra medida. Un Dios que asustase… Un Dios que fuese Dios, ése que infunde temor donde “pisa” y que se impone frente a cualquier circunstancia. ¡Para eso es Dios! 

Y sin embargo, nos encontramos con Jesús. “¿No es ése el hijo del carpintero? ¿No es su madre María? ¿No viven sus parientes en medio de nosotros?” La sorpresa de los nazarenos ante las acciones de Jesús es mayúscula. Se mueven con el recelo de quien piensa que lo sabe ya todo. No se dejan sorprender.

Jesús no puede ser Dios. Es uno como nosotros, de carne y hueso. Ha crecido jugando en nuestras calles. Lo hemos visto con nuestros ojos, es parte de nuestra cotidianidad. No. Dios tiene que ser algo extraordinario. Tiene que hacer cosas incomprensibles, inauditas… “Y Jesús no pudo hacer ningún milagro en su pueblo; sólo curar a algunos enfermos” (¿¡cómo si eso fuese poco!?), “y se admiraba de su falta de fe”.

Parece mentira, Jesús. Parece que no conocieses que preferimos al dios del fuego y azufre, que nos resulta más espectacular que ese otro, Tú, que te acercas al débil, que tocas las heridas del enfermo con tu bálsamo sanante, que buscas al descarriado allí donde esté, aunque sea entre zarzas y marañas, que abres los brazos al refugiado que busca asilo, pero no por la foto sino por verdadero interés de devolverle una dignidad que nunca debió perder. Tú, Jesús, carne de nuestra carne, Tú que pasas hambre y sed, frío o calor, sueño y cansancio… ¿Tú, el Mesías? ¡Eso no puede ser!

Pero… ¿Y si realmente Tú fueses Dios? ¿Y si el cielo ha querido tocar la tierra y transformarla desde dentro, pero sin hacer un ruido estrepitoso, sino simplemente desde la conversión de los corazones, desde la apertura al otro en los gestos más sencillos y nobles, en las caricias casi imperceptibles de la ternura y la misericordia que se hacen carne? Si esto fuese así, habrá que reconocerte en lo escondido, en lo más humilde. Tendremos que saber buscarte, o mejor, tendremos que dejarnos encontrar por Ti. Basta de fuego y azufre, basta de guerra y confrontación. Construir. Construir en la verdad del hombre, en su más profunda verdad. La de que todos necesitamos que Dios se haga pequeño, se ponga a nuestra altura, nos cure en nuestras heridas y se nos haga compañero de camino.

Juan Iniesta Sáez
Párroco de Elche de la Sierra