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2 de julio de 2016
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En este domingo XIV del tiempo ordinario, la liturgia nos invita a meditar en la misión de todos los bautizados. Es curioso ver cómo Jesús envía a los discípulos a lugares donde precisamente Él debe ir. El discípulo es el altavoz de Jesús. No es el dueño de la Buena Noticia. Jesús los envía de dos en dos. Así favorece la ayuda mutua, y así la misión no es individual, sino comunitaria. Dos personas representan mejor a la comunidad.
El primer deber es el de orar para que Dios envíe operarios. Todos los discípulos de Jesús deben y debemos sentirnos responsables de la misión. Por esto debemos orar al Padre, por la continuidad de la misión. Jesús envía a sus discípulos como corderos en medio de lobos. La misión es una tarea difícil y peligrosa. Y el sistema en el que vivían y en el que todavía vivimos era y continúa siendo contrario a la reorganización de la gente en comunidades vivas. Quien, como Jesús, anuncia el amor de una sociedad organizada a partir del egoísmo individual y colectivo, será cordero en medio de lobos, será crucificado.
Los discípulos de Jesús no pueden llevar nada, ni bolsa, ni sandalias. Sólo deben llevar la paz. Que deben confiar en la hospitalidad de la gente. Así el discípulo que va sin nada llevando apenas la paz, muestra que tiene confianza en la gente. Piensa que será recibido y la gente se siente respetada y confirmada. Por medio de esta práctica los discípulos criticaban las leyes de la exclusión y rescataban los antiguos valores de la convivencia comunitaria del pueblo de Dios.
Los discípulos no deben andar de casa en casa, sino permanecer en la misma casa, deben convivir de modo estable, participar en la vida y en trabajo de la gente del lugar y vivir de aquello que reciben en cambio, porque el operario merece su salario.
Los discípulos deben comer lo que la gente les ofrece. Cuando los fariseos iban de misión, iban preparados. Portaban alforjas y dinero para poder procurarse la propia comida. Sostenían que no podían confiar en la comida de la gente, porque no siempre era ritualmente “pura”. Los discípulos de Jesús no debían separarse de las gentes, sino al curar a los enfermos, ayudar a las personas contra todos sus males, liberar al ser humano de todo lo que le deshumaniza. Hoy debíamos ponerla en práctica con tantas personas que huyen de la barbarie de la guerra o del hambre.
Los discípulos vuelven de la misión y se reúnen con Jesús para evaluar todo lo que han hecho (es como si se reunieran en el Consejo Pastoral) comienzan a contar. Informan con mucha alegría que, usando el nombre de Jesús, han conseguido expulsar a los demonios. Jesús les ayuda en el discernimiento. Si ellos han conseguido echar a los demonios, ha sido precisamente porque Jesús les ha dado poder. Estando con Jesús no les podrá suceder a ellos nada malo. Y Jesús dice que la cosa más importante no es expulsar a los demonios, sino tener sus nombres escritos en el cielo. Tener el propio nombre escrito en el cielo es tener la certeza de ser conocidos y amados del Padre.
Luego de lo dicho, el texto nos coloca ante el perfil de una persona servidora de la Palabra. No hemos sido llamados sólo para “oír” la Palabra sino también para “anunciarla” a todos.
Si los padres enseñaran a sus hijos a sentirse felices y orgullosos por el deber cumplido, tendríamos una sociedad, más responsable, más honesta y más feliz. «No premies con regalos el cumplimiento de sus deberes, porque, además de corromper su conciencia, les privarás del placer del deber cumplido».
Todos: chicos y grandes, hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, estamos llamados a la misión. Sin distinción de edades, de razas, de culturas, de clases sociales. Todos debemos ser misioneros. Y para eso no hace falta irnos para Haití o al África. Podemos y debemos serlo en nuestro medio ambiente: en casa, en el colegio, en la universidad, en el trabajo, en la oficina, en la calle. También en el mar o en la discoteca, ahora que inician las vacaciones. Todos tenemos el derecho y el deber de proclamar públicamente, con valentía y con santo orgullo nuestra fe católica y la alegría de vivir en gracia, en amistad con Dios.
Una fe meramente cultual y demasiado cultural, no es una auténtica fe cristiana. Muchos de los bautizados, muchas de nuestras comunidades cristianas se han refugiados en una fe así. Y el Papa Francisco en la LF 37 dice que “Quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite también como palabra y luz”.
Propósito
¡Seamos apóstoles con nuestra vida, con nuestro testimonio, con nuestra palabra, y nunca nos avergoncemos de ser lo que somos: católicos, hijos de Dios, discípulos de Jesucristo!
A. Javier Mendoza Gil
Diácono permanente de Nra. Sra. del Pilar