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4 de julio de 2015

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Jesús, a quien se da el título de profeta, es rechazado por sus paisanos de Nazaret “porque es el carpintero hijo de María”, es decir, su vecino y pariente, bien conocido de todos. Este rechazo hacia Jesús me hace reflexionar en dos direcciones: en la humana y en la espiritual, que no tienen por qué ser contradictorias.

Desde el punto de vista meramente humano, ¿me he sentido alguna vez rechazado por mi propia gente, parientes y conocidos? ¿he sufrido la desconfianza, la sospecha hacia mí simplemente porque me conocen desde niño, porque conocen a mi familia? Es probable que sí. Y no es nada agradable sentir en propia carne los prejuicios de la gente. También puedo ponerme en el otro lado de la barrera: ¿cuántas veces he valorado a otra persona con prejuicios, porque creo que lo conozco desde niño a ella y a toda su familia? ¿o la pre-juzgo porque vota a determinado partido, o se junta con tales o cuáles? En ese caso estoy siendo muy injusto.

Cada persona es un misterio que yo no puedo conocer totalmente y menos controlar: merece (y merezco) el máximo respeto. La persona es un ser evolutivo, desde que nace hasta que muere: estoy en continuo cambio, aunque no sea consciente de ello. Estoy llamado a esforzarme continuamente por mejorar: si no hago nada, es seguro que evolucionaré a peor, y el final de mi vida será peor que el principio; vamos, una pena.

Desde el punto de vista de mi fe cristiana, también este evangelio de hoy me ayuda a revisar mi vocación profética. Ser profeta no es solo para unos cuantos elegidos, para los más valientes, para los que van más a la iglesia. Es para todos los cristianos. En el bautismo he recibido, por mi hermanamiento con Cristo, la dignidad de Rey (soy hijo de Dios, no hay mayor título para un creyente), Sacerdote (no solo rezo por mí, sino también por mis hermanos)… y Profeta.

Profeta no es el que adivina el futuro, tal y como decimos en lenguaje popular. Profeta, en lenguaje cristiano, es el que anuncia y vive el Evangelio. El que denuncia la injusticia, la mentira, la opresión, la corrupción y vive los valores del Evangelio que Jesús nos enseñó. Profeta es el que descubre la presencia del buen Dios en nuestra realidad cotidiana, porque “también entre los pucheros anda Dios”, según nos dijo Santa Teresa. El Espíritu sopla donde quiere, y nos sorprende a cada momento y en cada persona, si sabemos mirar con los ojos de la fe, con mirada profética.

¿A quién tengo por profeta de los tiempos actuales? Quizá me vienen los nombres de personajes célebres que han luchado y en ocasiones entregado su vida por la justicia: Romero, Helder Cámara, Martin Luther King, papa Francisco, Nelson Mandela, Ghandi, etc. ¿Y en el ambiente en que me muevo, acaso no existen profetas? ¿O será que no sé reconocerlos, que tengo prejuicios porque son “de casa” y desconfío de su sinceridad? ¿Y yo mismo? ¿Me creo mi vocación profética? ¿Vivo atento a la realidad que me rodea para señalar aquello que está dañando a mis semejantes, y aplaudir todas aquellas iniciativas que nos ayudan a vivir más humanamente? El Señor me eligió para denunciar y derribar, también para edificar y plantar. Es la misión del profeta.

Y por último, recordemos que para ejercer esta misión no es necesario ser un buen orador, subirse a una tribuna o púlpito micrófono en mano y dando grandes voces. Hoy en día estamos cansados de palabras y más palabras. Es mucho más efectivo predicar con el ejemplo, llevando un estilo de vida profético, que interpela a los que me conocen de cerca. Jesús no sólo predicó los valores del Reino de Dios, sino que los vivió en primera persona antes de proponerlos a otros.

El mundo necesita profetas auténticos.

Buen domingo a tod@s.

Julián Mansilla Escudero
Párroco de Yeste y aldeas