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25 de junio de 2016
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Hace unos días mientras caminaba por la calle observe como a veces la belleza reluce en lo más inverosímil. Nuestra mirada se vuelve octusa y previsible y nos gusta resolver las situaciones de manera practica y sin complicarnos mucho. Pero he aquí que hay veces que la situación nos supera, quizás porque permitimos que el miedo nos atenace o, simplemente porque no soportamos no controlar la situación. Algo así les ocurre a los discípulos, o como diría mi buen amigo Arturo, la paciencia es una especie en extinción. La inmediatez nos corroe.
El evangelio de hoy nos presenta dos tentaciones, la primera, el hecho de solucionar todo con la fuerza, “oh estás conmigo o estás contra mí”. Ante aquello que no llegamos a comprender y, que no somos capaces de solucionar de manera pacífica y dialogal, parece que lo más sencillo son “rayos del cielo”. A cuantas personas no habremos mandado al infierno, porque según nuestro juicio no tenían perdón, sin volver la mirada hacia nosotros, hacia mi.
La segunda, es la tentación de entenderlo en clave “individual”, volviéndose entonces una experiencia “imposible”, porque quizás resulte “sobre-humano” cumplir con una experiencia religiosa tan extremadamente exigente. Aunque, quizás excediéndome indebidamente, pienso que más que extremadamente exigente se trataría de una experiencia religiosa “marcadamente fundamentalista”; es decir “sin pasarla previamente por el contexto cultural de la época”, como en este evangelio tiene en cuenta Jesús.
Por eso creo que el “marco” adecuado para entender este evangelio no es el “individual” sino el “comunitario-eclesial”. Jesús pronuncia esas palabras a toda la comunidad, y además intentando marcar distancias con la manera de pensar del judaísmo.
Ye hemos dicho en alguna que otra ocasión que para el “judío de bien” los samaritanos son enemigos y, “casa y familia” son sagradas. Los samaritanos no adoran al Dios único en la verdadero Templo de Jerusalén. La “casa” como expresión de la tierra, la “familia” como expresión de la descendencia. Tierra y descendencia recordad que eran las dos promesas fundacionales del judaísmo abrahámico.
Por tanto, no mirar a los samaritanos como enemigos, no tener donde reclinar la cabeza (no tener casa), no enterrar a tu padre (no “sacralizar” la familia) y no echar la vista atrás (es decir, no vivir fiados del “dios de nuestros padres”)… todo esto… supone situarse en perspectiva claramente conflictiva con el judaísmo más ortodoxo.
Jesús se presenta, por tanto, como una mirada sin rencor, la nueva casa y la nueva familia. Yo creo, sinceramente, que más que un texto de perfil vocacionalmente dulzón, se trata de una manera de decir que la vida la vivimos “al día” y que de Dios se tiene experiencia “caminando”, es decir, construyendo la historia y construyéndote personalmente cada día.
No vendría mal que como Iglesia también nos miráramos en este texto, a modo de espejo. Porque una Iglesia obsesionada con el pasado y la “santa tradición” (en el peor de los sentidos de la palabra “tradición”) pudiera ser una clara expresión de un “muerto necesitado de ser enterrado”, y un museo lleno de un ¿bello? pasado.
Juan José Fernández Cantos
Diácono permanente de la parroquia de San José