+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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20 de junio de 2015
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a ubicación y las singulares características del lago de Galilea dan lugar a que, a veces, éste muestre las pretensiones de un verdadero mar. Sus tempestades no son comparables a una galerna en medio del océano, pero tampoco son tempestades en un vaso de agua. El lago, cuando concurren determinadas condiciones climáticas, juega a ser mar de verdad, sobre todo para una barquichuela de humildes pescadores.
La escena que leeremos este domingo tiene sin duda un fuerte sentido simbólico y catequético. Cuando ocurrido el suceso de la tempestad, los discípulos no andaban sobrados de luces. Por eso, Jesús, pacientemente iba apuntalando su fe con palabras y signos.
Como apuntábamos el domingo pasado, cuando Marcos redacta el evangelio la Iglesia ya contaba con una dura experiencia de persecuciones. Seguramente hacía poco tiempo que habían rodado las cabezas de Pedro y de Pablo, así como las de otros muchos mártires. La tempestad que agitaba a la Iglesia no era una broma. El evangelista no podía por menos que ver la barca de la Iglesia en medio de un fuerte oleaje, hasta el punto de que muchos llegaran a pensar que aquello se iba a pique. Es posible que, ante el aparente silencio de Dios, que parecía dormir, el miedo pusiera en crisis la confianza en el poder del Jesús resucitado. Necesitaban los cristianos un aldabonazo, una llamada de atención: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”, escuchamos reiteradamente en el evangelio.
Ante catástrofes naturales o, como dice algún comentarista, “cuando la vida resulta tan dura para tanta gente, cuando en tantos lugares del mundo andan sueltos los perros rabiosos del hambre, cuando la mentira y la injusticia se pasean a cara descubierta y tan ufanas por la calle, en pleno día”, cuando se cambia la dinámica de la gratuidad, el amor y la acogida por el egoísmo, el bienestar o el interés… ¿no nos ha dolido el silencio de Dios?, ¿No nos hemos llegado a preguntar qué hace Dios y cómo permite que tales cosas ocurran?
El evangelista seguramente había oído a Pedro contar reiteradamente el episodio de la tempestad calmada. Ahora lo recuerda y le da forma para confortar a los que temblaban de miedo ante los nuevos oleajes. Sabía que Jesús tenía poder para sosegar el viento y el mar, pero también que asumió nuestra debilidad y fue a la muerte sintiéndose solo y abandonado, ante el aparente silencio de Dios.
Cuando estos textos se leían cada domingo en las comunidades, reunidas no pocas veces en clandestinidad para celebrar la “fracción del pan” y para experimentar bajo los humilde signos eucarísticos la presencia del Resucitado, sabía el evangelista que había otra luz definitiva para encajar tanta angustia; que la historia no acabó en la cruz, sino que allí fue precisamente donde empezó a gestarse el estallido de vida de la resurrección, que la última palabra no sería de la muerte, ni de los poderes de este mundo; que una batalla no hace la guerra. Por eso volvían a resonar en aquellos corazones sometidos a prueba las palabras de Jesús como un aliento nuevo, como una medicina reconfortante: “¿Por qué sois tan cobardes ¿Es que aún no tenéis fe?”.
Hasta al hombre más pacífico le acechan tempestades internas y externas. Las pasiones y los sentimientos más variados nos zarandean continuamente. En nuestra sociedad, las tormentas se multiplican con cargas tan intensas que resultan casi ineficaces los avisos para navegantes. ¿Cómo lograr la calma, la serenidad, la paz siempre tan amenazada? Ignacio de Loyola afirmaba que si de pronto le dijeran que iba a deshacerse su obra más querida, la Compañía de Jesús, como se deshace la sal en el agua, le bastaría un cuarto de hora de oración para recuperar la calma. Y por ahí apuntaba también la «inquieta y andariega» Teresa de Jesús. Las fundaciones la trajeron de cabeza, con mil problemas y dificultades siempre entre manos. Pero desde esa situación compuso aquella memorable letrilla que cantaba con sus monjas: «Nada te turbe, / nada te espante. / Todo se pasa. / Dios no se muda. / La paciencia/ todo lo alcanza. / Quien a Dios tiene/ nada le falta: Sólo Dios basta«.
Que sí, que la fuente de la serenidad no está en la falta de problema, sino en el secreto manantial de nuestro espíritu.
Cada uno busca los tranquilizantes que cree que más le conviene, aunque por dentro vaya en aumento el vacío. El creyente sabe que, incluso en medio de las tempestades, Jesús está en la barca y hace las cosas a su modo. Por algo es el Señor. De él tiene que aprender nuestra Iglesia serenidad en su singladura por los mares borrascosos de nuestro tiempo. Es bueno que de vez en cuando seamos sacudidos: “¿Por qué tenéis tanto miedo? ¿Es que no tenéis fe?”.